LUCÍA IRURITA O CÓMO NUNCA ABANDONAR EL TEATRO

Bajo el último resplandor de la tarde sobre la calle Bellavista, vemos llegar a la actriz Lucía Irurita a la puerta de su teatro. Los lentes oscuros la protegen del sol que brilla con fuerza antes de morir en el mar miraflorino. Alta, camina tan elegante como despreocupada, con la cartera en el doblez del brazo derecho en combinación con el presumido naranja de sus labios. Absortos, seguimos sin entender por qué desea retirarse definitivamente de la actuación. Aquí su respuesta y un insuficiente intento nuestro por resumir su trayectoria en el teatro.

LUCÍA IRURITA O CÓMO NUNCA ABANDONAR EL TEATRO

Escribe Inés Bahamonde

Una mañana, una actriz dedicada al teatro por más de seis décadas, decide jubilarse. No lo duda, escoge una comedia francesa y ensaya lo que será su última aparición en los escenarios. Y aunque suene como un buen argumento para un montaje, esto fue lo que un día resolvió la emblemática Lucía Irurita, mujer influyente en la historia de nuestro teatro.

Interpretando a Madame Champbaudet en «La estación de la viuda».

¿Pero una decisión de esa envergadura puede tomarse así de fácil?, ¿puede cesarse tan rápido de una actividad a la que se dedicó la vida entera? Sucede que el teatro, a diferencia de cualquier otra profesión, ocurre todos los días y en todo momento. Un teatrista no solo trabaja cuando está en el escenario ni su labor su circunscribe a ocho horas al día –incluido el almuerzo– como le ocurre a un funcionario. En absoluto, un teatrista dedica cada uno de sus pensamientos a su proyecto, cada actividad cotidiana que desarrolla (desde lavar las verduras hasta ir al baño) las vincula a su creación. El teatro se convierte una presencia constante e ineludible.

¿Qué más hay detrás de esta decisión?
— Es cierto, no es fácil. Qué me pasaría esa mañana, estaría cansada. En realidad pensé que iba a dejar el teatro pero, lo digo con toda sinceridad, si algún día me gusta algún personaje lo hago y ya. En todos estos años he hecho de todo. Acabo de hacer dos dramones y sentí que ya no habían personajes que me entusiasmaran. A mí me gusta escoger bien mis personajes y para eso hay que leer muchas obras. Me pregunté para qué seguir trabajando. Pensé que era mejor retirarme y retomar la dirección.

¿Qué va a pasar la mañana siguiente a la última función de la “Estación de la viuda”?
— Me va a dar pena hacer mi última función. Pero si vuelvo, vuelvo y qué. Si me provoca volver a actuar, si siento que un personaje realmente lo vale diré: “señores perdónenme, dije que nunca iba a volver a trabajar pero lo quiero volver a hacer”.

Afortunadamente, Lucía deja una veta a través de la que desliza la posibilidad de un regreso aunque afirma que piensa en el retiro desde hace un par de años. La culpa de esta dilación la tiene su hija Cécica Bernasconi, quien fue la que le propuso actuar en “De repente, el verano pasado” de Tennessee Williams y “Thérèse Raquin” de Émile Zola, los “dramones” supramencionados por Lucía. “Cécica es la que siempre me convence y tenía razón, eran muy buenos personajes, difícil decirles que no. No me arrepiento de haberlos hecho.” Esta es la razón por la que Lucía escoge una comedia como “La estación de la viuda” para despedirse. En realidad se trata de un vodevil del francés Eugène Labiche, autor cuyo teatro ligero encantaba a Julio Ramón Ribeyro¹.

Escoges una obra atípica en la cartelera limeña, un texto del siglo XIX, pleno de situaciones risorias, líos de alcoba, que necesita números musicales para explicarse y de un género que tuvo su apogeo en la década del 60, ¿hay una intención por rescatar este formato o de revivir el teatro que se hacía en tu juventud, que fue de mucho éxito?
— Esta obra es totalmente el reverso de lo último que hice. No tenía nada que ver con las otras. Esta tenía canciones, era divertida. Quería irme riendo. Además, como bien dices, hace muchos años no se hacía vodevil, era algo que, como bien explicas, hacíamos los actores ahora viejos. Por eso también escogí esta obra, para que la gente sepa qué es un vodevil. Ahora tenemos que decir comedia porque no saben a qué nos referimos. Y son dos cosas distintas: la comedia exige cierta naturalidad y el vodevil es farsesco.

¿Por qué escoger a Norma Berrade para que sea la última en dirigirte?
— Porque a Norma yo la quiero mucho y es una buena directora, está creciendo mucho. Ella estuve haciendo asistencia de dirección en varios proyectos. En realidad iba a hacer una codirección porque yo iba a actuar y dirigir con ella. Comenzamos así. Luego la dejé sola porque sí podía. Y ha hecho un gran trabajo. No es fácil hacer vodevil.

 

PRIMERA LLAMADA

Con Hernán Romero en «Divina Sarah, memorias», obra con la que se inauguró el teatro.

En diversas entrevistas, Lucía ha contado que a los siete años actuaba para sus vecinos. Su familia vivía en los bajos de una casa. Desde el patio trasero podía divisarse las ventanas de la familia que vivía en el piso superior. Enfundada con lo que encontraba en su habitación a modo de vestuario, a grito pelado llamaba a los inquilinos anunciando que iba a trabajar. Y salían a verla, acodados en los balcones. Algunas veces su hermana mayor, su eterna compinche, le echaba una mano.

Fue Alicia, su hermana, quien también la apañó cuando Lucía decidió, a los catorce años, dedicarse al teatro a escondidas de sus padres. Mentían diciendo que iban a estudiar inglés después del colegio para desviarse a la Escuela de Arte Escénico, dirigida por Guillermo Ugarte Chamorro (en ese entonces era la ENAE que terminaría convirtiéndose en la hoy ENSAD). Para no levantar sospechas, recuerda que el primero año tomaba clases solo hasta las ocho de la noche cuando el curso regular duraba hasta las nueve. Si bien su madre solía llevarlas a ellas y a su hermano al teatro, Lucía no recuerda cómo o cuándo fue que comprendió que el teatro era una opción de vida, solo que las ganas estaban ahí, incontrolables.

¿En la escuela de teatro no tuvieron inconvenientes por tu edad, porque aún estuvieras en el colegio?
— Yo me matriculé y ni me preguntaron la edad. Pasa que desde los doce años tengo el mismo tamaño, toda la vida me han echado más edad. Pensaban que tenía dieciocho por mi altura así que nadie pensó que tenía catorce, no preguntaron mucho, por suerte.

Es divertido pensarte mintiéndole a tus padres y que en esa mentira se escondía, a la vez, tu práctica como actriz, ¿nunca siquiera sospecharon?
— No pero en la muestra final del primer año, que se hizo en el Teatro Segura, casi se dan cuenta. Yo me estaba rompiendo la cabeza pensando cómo escaparme, qué iba a decir esa tarde. Y justo ese día se muere en un accidente la hermana de mi mamá. Estábamos en el velorio y ahí no más me zumbé. Cuando regresé ni cuenta se dieron.

¿Y cuándo le confesaste lo que estabas haciendo?
— Hacia el segundo año y los trabajé durante todo el verano. Sí se molestaron pero era porque no entendían, creían que el teatro era obsceno. Pero el mismo Ugarte Chamorro fue a hablar con mis papás y les explicó que era una cosa sana, que ser actriz no era ser bailarina ni nada de la farándula. Él fue un magnífico director de escuela, hasta hizo un teatrito dentro. Nos contrataba, salíamos de gira. Pero la envidia hizo que lo sacaran. Luego pasó a ser director del Teatro de San Marcos.

 

LA CASA PROPIA
Hoy la calle Bellavista, además del Teatro Británico, acoge al Teatro de Lucía, espacio que la actriz abrió junto a sus hijas Sandra y Cécica Bernasconi hace poco menos de cinco años. El espacio se asienta en un solar de hace casi un siglo, que fungió durante muchos años como el billar de Miraflores. Fue el artista plástico Carlos Bernasconi, su esposo, que junto con dos amigos y socios suyos (Félix Oliva y César Ruiz La Rosa, arquitecto que décadas después diseñaría el proyecto del nuevo teatro) quienes alquilaron y luego compraron la casona de maderas viejas para convertirla en un importante taller de artesanía contemporánea. Lo rebautizaron como Billar-T y así funcionó durante 42 años. Con el tiempo, Félix y César se fueron y Bernasconi les compró su parte, quedando él y Lucía como únicos dueños.

Pero este no es el primer intento de Irurita por tener su propio espacio escénico. Suyo también fue el Teatro Arlequín, cito en la avenida Cuba y que fuese el Cine Nacional. “Era inmenso –asegura Lucía- pero no recuerdo exactamente las fechas. Lo tuve entre mediados del 70 y mediados del 80. Tenía 500 localidades, cazuela, cinco habitaciones, espacio para guardar decorado, ¡gigante! Cuando me fui a México lo dejé alquilado a un fulano muy cochino que cuando regresé, el teatro hervía en ratas. Perdí todo lo que había dejado guardado ahí. Se lo terminé vendiendo a un tipo que era amigo de Genaro Delgado Parker que me dijo que iba a traer vedets de Argentina.”

¿Fue tuya la idea de que el teatro llevara tu nombre?
— Para nada. Fue de Carlos. La idea no era de mi agrado pero a mis hijas también les parecía buena idea. Hace 10 años empecé a masticar la posibilidad de tener un teatro. Es muy difícil encontrar salas y hacer el teatro que quieres. Tenía los medios y me dije: “¿por qué no?” Al inicio Carlos no quería porque lo iba a despachar al segundo piso. Pero era mejor porque iba a tener un taller nuevo. Además, era algo que le íbamos a dejar a nuestras hijas. Eso lo animó.

¿Y por qué tardaste tanto?
— Por la cantidad de trabas que me puso la Municipalidad. Todo era plata. Cada mes me pedían un papal nuevo. Pero quedó muy simpaticón. Yo sola me encargué del teatro. Mientras lo diseñábamos con el arquitecto, me preguntaba cómo haría la sala. Por lo pronto estaba segura que en mi vida iba a poner butacas rojas. Tiene que ser todo un color neutro para que no jalara la vista… como es chico.

En varias entrevistas te he escuchado decir que tienes un teatro chico. Como bien mencionas, hoy una de las principales dificultades por las que atraviesa un grupo en el intento de montar su obra es, justamente, la falta de teatros. Por eso se han empezado a abrir más espacios, no convencionales muchos de ellos (como galpones, sales de casas) y que ya quisieran tener espacio para 100, 110 personas como acá. ¿No sientes que hay más oferta de espectáculos que demanda de público? ¿Crees que hubiera sido necesario construir un teatro para más gente?
— Ahora digo que está bien lo que tengo. ¿Pero quieres que te diga una cosa? No ha funcionado mal este teatro. En muchas obras hemos botado gente porque hemos agotado localidades. No existe el dichoso boom teatral ese del que hablan. Me enerva cuando escucho esa cantaleta. Lo que ha crecido, como dices tú, son los lugares para trabajar. Pero el público, que es el mismo, que ha crecido muy, muy poco, se reparte entre más teatros entonces las salas tienen menos gente.

¿Sientes que no sabemos llegar al público o que este es más exigente? ¿Cuál es la batalla diaria en el Teatro de Lucía?
Creo que es la cuestión económica pero también una cuestión de educación en la niñez. Habría que acostumbrar desde el colegio a llevarlos al teatro, que sepan lo que es. Hay mucha gente que ha venido a este teatro y que es la primera vez que pisa uno. Eso me maravilla y me siento como con una responsabilidad. Mira, cuando hacemos ofertas de 15 soles viene más gente. Si cobrásemos más barato iría más gente al teatro. Pero tampoco puedes cobrar 15 soles todos los días porque la producción cuesta mucho. Una escenografía puede costar siete mil soles, súmale el vestuario, las telas, la hechura de la costurera… ¡un dineral! Te voy a decir la verdad, yo invertí medio millón de dólares acá, todo lo que había ahorrado cuando trabajé en México. Pensé que al ser chico se iba a llenar y que recuperaría. Pero no es así, pues. Mira, la preventas se venden muy bien y eso es bueno, pero son boletos a casi la mitad del precio. Lo mismo los lunes que la entrada es más barata o hay fechas que sencillamente viene poca gente. Así que yo no he recuperado ni recuperaré lo que invertí. Además toda la plata que entra se gasta en la próxima obra.

Es una verdad de Perogrullo decir que los tiempos han cambiado pero tú has sido parte de todas las etapas que ha vivido el teatro peruano, ¿antes era más fácil?
— Cuando era joven cada quien llevaba lo suyo. Ahora tienes que darles a los actores medias, zapatos, pañuelos, maquillaje. El actor viene, se sienta, se prueba y no gasta medio. En mi época cada quien hacía lo suyo o ayudábamos a vender páginas del programa para sacar fondos o prestábamos los muebles de nuestra casa. Ahora tiene que ser la moda de la época o comprar mobiliario que corresponda.

¿Pero no sientes que esta exigencia del espectador responde a la influencia de lo audiovisual? Porque la televisión y el cine han hecho que como espectadores busquemos cierta perfección estética y que antes pasábamos por alto detalles que influyen en la credibilidad de un montaje. Ahora el teatro nos presenta propuestas muy arriesgadas e innovadoras, con nada de escenografía o minimalista. Pero si en caso la tienen, deben ser ad hoc.
— Pasa que hay otros teatros que tienen plata y que sí pueden gastar en todo eso. Entonces hacen grandes decorados, grandes vestuarios y el público empieza a hacer comparaciones. Si no estás a la par con ellos, si escoges una cámara negra, el público se va. No lo invento, lo he escuchado. Me siento siempre en la misma butaca todos los días, atrás a la derecha. He escuchado que dicen: “mira, qué pobretones, no tienen escenografía”.

 

POR EL MUNDO

Con sus hijas, también actrices, y su esposo, el artista plástico Carlos Bernasconi.

Retomando su biografía, Lucía también estudio dos años de psicología en la universidad San Marcos. Tras egresar de la escuela de teatro y ya trabajando con el director y dramaturgo chileno Sergio Arrau, crea, por recomendación de éste, el grupo Histrión, un referente importante de la historia del teatro peruano moderno y del cual fueron parte actores como Carlos Gassols, Herta Cárdenas o lo hermanos Mario, Carlos y José Velásquez. “Seis personajes en busca de autor” y “Vestir al desnudo”, ambas de Pirandello, fueran las primeras obras montadas. Gracias a ese trabajo, Lucía gana una beca para irse a estudiar a Italia en el año 1966. Radicó en la península cerca de tres años estudiando en la academia de Pietro Charoff, discípulo de Konstantín Stanivlaski, y en la prestigiosa RAE donde aprendió televisión, el invento más importante e influyente de ese entonces.

Regresa al Perú, se dedica de lleno al teatro (tuvo una compañía con su nombre) y a la televisión. Recordados son sus trabajos en novelas como “Cecilia”, “El derecho de nacer”, “Simplemente María” o el guion de “Tormenta de pasiones”. A finales de los ochenta fue contratada en México gracias a su unipersonal “Así es la vida, así el amor”. Estuvo de gira haciendo más de 100 funciones en teatros dentro y fuera del D.F. Las ofertas de trabajo fueron llegando y, sin querer, se quedó en México diez años.

¿Te arrepientes de haber regresado?
— Sí, hasta ahora me arrepiento porque ya tenía hecha mi carrera, allá trabajaba en televisión y teatro. ¿A qué me vine? Me vine por mis hijas, claro. Pero me arrepiento de haber regresado tanto de Italia como de México.

¿Pero no sientes que has aportado a la cultura del país, que eres parte importante de la historia de nuestro teatro?
— A este país no le importa nada ni nadie. De verdad. Sé que me respetan y que me quieren. Hasta los jóvenes saben quién soy. Pero acá, un fracaso o un éxito no importan. Pasa el tiempo y nadie se acuerda de nada.

¿Te duele?
— A mí no porque personalmente me ha ido bien, no me puedo quejar, he tenido suerte, he tenido mucho trabajo. He estudiado mucho cada papel que he tenido. No me quejo, agradezco a la vida pero me doy cuenta que a este país no le interesa la cultura para nada. No sé hasta cuándo durará este teatro tampoco. Si la cosa se pone fea lo cierro o lo alquilo. No quisiera, claro. Lo que nos descompaginó un poco fue la porquería de Defensa Civil que nos cerró tres semanas después del incendio de Larcomar. Me lo cerraron a la fuerza porque mis papeles estaban en trámite. Me hicieron gastar 28 mil soles en todo lo que me hicieron poner… en fin. Mira, a pesar que he tenido una fama grande cuando era joven, me sorprende que hasta ahora me reconozcan. Para que te reconozcan en la calle tienes que trabajar en televisión. Con el teatro no pasa eso. Me propusieron hace poco hacer cine y regresar a la televisión pero dije que no. Quiero estar en el teatro, en mi teatro. Cuando amas una cosa, la haces con gusto. Nunca he pensado en mí. Yo he vivido para hacer las cosas. No es por jactarme pero he sido una persona buena, no he hecho daño a nadie como me lo han hecho a mí.

 

Pero el Teatro de Lucía son también Sandra y Cécica. Las tres se encargan de todo: administrar, programar y producir. Lucía es extremadamente disciplinada y todos los días, actúe o no, llega al teatro a las cinco de la tarde. Dice que “siempre hay cosas que atender. Es el ojo del amo. Siempre hay algo que solucionar o tratar con el público”. Lucía habla de sus proyectos, pasados y futuros, y en su voz es difícil diferenciar entre la ilusión y la expectativa de esta nueva etapa que se ha impuesto, y cierto amargor ante este nuevo cansancio que afronta. Dueña de su espacio, sabe que hay que permitir que las cosas sigan su ciclo. El tiempo pasa y ella no lo niega ni se le escurre. Vuelve a clavarnos la mirada amable, se reacomoda en el sofá y explica que dejar de actuar no es dejar el teatro, que le sobran actividades, que quiere volver a dirigir, que quiere utilizar los martes y miércoles para hacer un ciclo de comedias ligeras, que quiere que el público se ría, que quiere enseñar, que quiere, que quiere, que quiere. Hay Lucía para rato.

 


Un recuerdo para Sebastián Salazar Bondy

Era un hombre maravilloso, ¿sabes? Yo lo quería con toda mi alma. Era un hombre cultísimo, era animado para todo, era un periodista magnífico y mejor crítico, no como ahora. Él ya me había visto actuar, así que un día va a Radio Mundial, donde yo trabajaba, y me dice: “he estado leyendo sobre Flora Tristán y te voy a escribir una obra para ti”. Me pasó “Peregrinaciones de una paria” para que la estudiara. En 15 días tenía la obra lista y me llamó para que la leyera. Eran tres estampas de su vida. Para mí también escribió “Ifigenia en el mercado” pero la hicimos después que murió. La hicimos en el Segura. Era un musical muy bonito. Es una pena que muriera tan joven.

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[1] Entrevista hecha por Roland Forgues al narrador peruano en París, 1984. Aparece en el libro “Hablan los dramaturgos – Colección Palaba Viva. Tomo 4” (Editorial San Marcos, 2011).