DAVID CARRILLO: ENTRE LAS CENIZAS DE LA RESISTENCIA
Escribe Eliana Fry García-Pacheco (*)
Irving Wardle, crítico inglés, describía el ciclo de creación en términos de hurto, en el cual los autores roban de la vida y el teatro roba del dramaturgo. Pero la biografía de David Carrillo parece darle la contraria: sus efemérides teatrales, tan precisas como dislocadas, son las que han moldeado de manera extraordinaria su vida.
De su carrera se conoce casi al detalle todo lo que hizo con Plan 9, la asociación cultural que creó junto a Giovanni Ciccia en 2002, primordialmente desde que tomaron y refaccionaron el Teatro Mario Vargas Llosa de la Biblioteca Nacional en el año 2008. Lo mismo cuando se vieron obligados a salir ahí a causa de desafortunados desencuentros con la no-gestión que precedió a Hugo Neira, aterrizando así en el Teatro Larco, espacio que también rescataron del olvido y del implacable moho miraflorino.
Tampoco es un secreto el infarto que sufrió ahí, en 2015, durante la primera temporada de “Lo que nos faltaba”, obra de su autoría donde también cuesta definir si la realidad alimenta la ficción o viceversa, ya que narra la historia de un director de teatro al que todo se le desmorona. Ya recuperado –David, no el personaje–, decide que ese ciclo debe también culminar. “Adiós Teatro Larco”, versa la leyenda de una foto colgada en su Facebook el dos de enero de 2017. No se sabe quién está más desnudo: si él, parado en mitad del escenario vacío, esa caja negra que volvió tremendamente mutable, o el teatro mismo, ahora desprovisto de luces y butacas.
Titulares tremendistas acompañaron la despedida. Se habló de que estaba cansado y de que nunca más volvería a producir. Aunque nada más alejado de su verdad, se entiende que no sean pocos los que se han sorprendido con la apertura de Yestoquelotro, espacio que, aclara, no será una sala de programación fija sino un estudio de investigación máxime para su taller de formación actoral. Y digamos que no es menos curioso que esté asentado en lo que fue El Cinematógrafo de Barranco.
“Marie Kondo es un chancay de a veinte a mi costado –bromea chistando un chiflido divertido entre los dientes–. Las personas de teatro estamos acostumbradas a despedirnos de obras, de personajes, de espacios, de personas, de utilería, de vestuario, de todo eso que tiene un valor radical para nosotros aunque sea por un tiempo corto.”
PREHISTORIA DE UNA VOCACIÓN
Pero, decíamos, poco se conoce sobre los inicios de su carrera y cómo el teatro ha sido el factótum de una serie de círculos ineludibles y encuentros dramáticos. “Nunca soñé ser director. Siempre quise ser actor y específicamente quería ser comediante”, recuerda con certeza. La televisión con Chespirito y Jerry Lewis empezaron a moldearlo. Pero sus padres eran muy disfuncionales como pareja. “Al nivel de gustos cinematográficos eran inconciliables. Con mi mamá veía películas de terror y con mi papá, comedias. Mi papá odiaba las películas de terror y mi mamá odiaba las comedias”, hecho que dilucida su particular búsqueda estética.
Así, su padre lo instruyó en el cine de Chaplin e incluso en el Woody Allen de “Bananas” o “El dormilón”, “que era mi película favorita de chico. Luego llego a películas como “Annie Hall”, descubriendo otro tipo de humor, dándome cuenta que la comedia podía ser también intelectual, tener otro alcance”.
Obviamente, el teatro no le fue ajeno. David es muy preciso con los eventos que lo marcaron, está asido a ellos y le es igual de importante recapitularlos cada tanto en una suerte de sano ejercicio de afirmación. “El teatro era lo único que nos unía como familia. Mi primer recuerdo teatral potente data del 82, cuando no tendría más de seis años. Fue “El diluvio que viene” de Osvaldo Cattone [con Ricardo Fernández e Isabel Duval, que duró dos años en temporada], un hipermusical con escenografía giratoria enorme, con una proyección en cine –después he entendido lo que vi, claro– que hacía la ilusión de que el escenario se llenaba de agua. Quedé muy enganchado con la obra y a partir de ahí yo pedía a mis papás ir al teatro. Incluso aprendí a leer para que no me engañaran con lo que había en temporada porque eran flojos para salir.”
TEMPRANO DESPARPAJO
Autodenominado discípulo de Alberto Ísola, cuya influencia y amistad lo marcan hasta hoy, fue Gregor Díaz su primer maestro. Una intuición inefable y prematura coligió para que se acercara al Club de Teatro de Lima a estudiar actuación a los once años. Es ahí donde conoce al reconocido dramaturgo cajamarquino. “Me marcó mucho”, dice agradecido.
Tras un año de rotar entre el colegio y el Club, el 21 de noviembre de 1988 fue su muestra de término de taller. Pero ese mismo año, casi ese mismo día, sus padres deciden separarse. “Ese día yo iba a mi primera función. Mi padre me dejó en la puerta del teatro pero me explicó que no iría a verme porque iba mi mamá, que iría después. En ese momento volteo y veo sus maletas en el auto. La sensación era entre pena y alivio porque cada vez que peleaban me daba fiebre. He bajado del carro y he entrado al edificio y bajado las escaleras con tristeza. Pero encontrar a mis amigos que me recibían con cariño, entrar de frente al escenario a ensayar sin parar, creo que fue la cura ante cualquier desazón. Al día siguiente, lunes, debía ir al colegio pero no me pude levantar. Desperté con lágrimas en los ojos, llorando y con la canción “Mambrú se fue a la guerra”, que era la que cerraba la obra, dándome vueltas en la cabeza. No te puedo explicar si estaba llorando porque mis papás se habían separado o porque no iba a volver a ver mis compañeros. Mi amor al teatro nació así. Siempre he sentido que es una tabla de salvación, mi tabla de salvación.”
INFLUENCIAS DETERMINANTES
Causalidades más, un primo suyo se casó con la actriz Mónica Domínguez. El testigo de la boda era Alberto Ísola, a quién David recién conoció esa misma mañana, horas antes, hojeando la revista Somos en la que Alberto era portada. A la semana decide ver la obra que este protagonizaba, “La conquista del Polo Sur”, en el Teatro Larco, otrora casa del grupo Umbral, dirigido por Ísola. Es así, también, como se entera de su taller de formación actoral. “Se vuelve una meta entrar. Me volví fan de Alberto. Iba a ver todo lo que hacía. Pero era en las mañanas y yo estaba en el colegio, que era para mí una cárcel porque ahí no encontraba cómo manifestar mis intereses artísticos”, nos dice reimitando la rabia de esos días.
Como esto no se dará hasta 1994, David tiene un arrebato creativo y decide dirigir su primera obra, nada menos que “Ipacankure” de César Vega, un clásico de la dramaturgia peruana. “Tuve el cuajo de hacerlo valiéndome solo de la cantidad de teatro que veía. Convoqué a un amigo y nos presentamos en el escenario de La Noche. Bastante irresponsable de mi parte –admite. Tuve la inocencia de no tener idea de que se tenía que pedir derechos al autor. Solo ensayé mucho, hice mis afiches y cobré entrada, imitando lo que hacían los demás. Luego con Alberto aprendí la rigurosidad, la deontología y la ética en el teatro.” El afiche de esa obra lo tuvo oculto durante décadas por vergüenza. Sin embargo, ahora que reconoce que es parte de su historia, es el primero que puede verse al ingresar a Yestoquelotro. “Es que lo hice con mucha fe, con mucha ilusión. No tengo idea si estaba bien o mal. Lo que sí sé es que estaba hecha con todo el corazón.”
Y si a alguien más David le debe mucho, es al crítico Alfonso La Torre. Sucede que en 1998 dirige, ahora sí a conciencia y determinación, dirige “Sr. Nubes”, escrita por Javier Fuentes León (sí, el cineasta), quien tras culminar sus estudios de medicina obligado por sus padres, se traslada a Dallas a estudiar cine y teatro. La obra, escrita orginalmente en inglés, quedó segundo puesto en III Festival del ICPNA, razón por la cual Ruth Escudero, por ese entonces directora del Teatro Nacional del INC, lo invita a integrar el 5to Encuentro Nacional de Teatro como representante de Lima.
Tras a función, una mesa de críticos comentaría su obra. Recuerda con claridad a Sara Joffré y ALAT. “Sara, quien después se convirtió en mi amiga, me dijo que la obra le había parecido muy gringa pero que le encontraba valor en la estética y la dirección. Fue un poco superficial, sentí que no la valoró tanto porque el autor venía de afuera. Y claro, veías las otras obras y eran muy regionales, remarcando la ‘identidad peruana’. Pero ALAT dijo que como la obra era fantástica, con personajes fantásticos, de un universo fantástico, según él no tenía que decirle nada a la realidad peruana. Fue un aprendizaje doloroso. Sí, era muy joven, era mi primera experiencia en la dirección, pero me sentí injustamente criticado. Y yo sentía que la obra tenía mucho qué decir.”
Gracias a ese comentario, Carrillo ha definido su carrera bajo dos parámetros: reivindicar la comedia que, ratifica, “no es cojuda ni light”, y a demostrar que la fantasía sí tiene y puede hablar de la realidad peruana. “Alfonso, sin saberlo, me enseñó a agudizar más la mirada sobre lo que quiero decir aquí y ahora y dejarlo claro.”
TREGUA EN ALERTA
David posee una vocación dialógica fuertemente persistente en todo lo que hace. Su nuevo espacio es muestra clara de ello. Instaurado en una narrativa personal que se ajusta a una nueva parsimonia personal. El incidente del teatro fue, en cierta medida, negado por él y su esposa. “Necesitaba reconstruir mis ganas de confrontar mi trabajo, también para escuchar las críticas a ver si tenían algo de razón. Tenía ganas de encerrarme a escribir y de probar cosas con mis alumnos. Y lo otro que hice fue conversar con muchos amigos. Sentí que había dejado eso en la vorágine de producir y producir”, reflexiona. Esta actitud nos obliga a repasar ciertas palabras de Julio Ramón Ribeyro: “La coronación de la sabiduría sería saber quién es uno mismo; conocerse será siempre el problema de todos los hombres”.
Se trata de vivir para el teatro y no morir a causa de este. Porque, como dice, “hacer teatro es hacer más que obras de teatro, es hacer que el teatro exista. Una de mis labores teatrales más importantes es la de espectador. Me parece importante ver a los compañeros, pagar mi entrada. Creo que si algo soy, es un activista y trato de imprimir ese activismo. Es que el teatro siempre me permite renovar la fe”.
O será que nos obliga repasar a Vallejo: “¡Y si después de tanta historia, sucumbimos, / no ya de eternidad, / sino de esas cosas sencillas, como estar / en la casa o ponerse a cavilar!”
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(*) Publicado orginalmente en «La Jornada Cultural», el domingo 10 de febrero de 2019.
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