SIMETRÍAS FRACTALES – Biología e irrepresentabilidad en el teatro de Rafael Spregelburd
Escribe Karlos López Rentería
No era la primera vez que conversábamos. El autor de “Bizarra”, probablemente la obra más larga del mundo, ya nos había permitido el placer de su plática en Buenos Aires, meses atrás. Esta vez pudimos encontrarnos en Lima gracias a que el 5to Festival de la Palabra lo incluyó en su lista de invitados internacionales para una serie de actividades públicas, entre ellas su clase maestra: “Dramaturgias no lineales”.
Rafael Spregelburd es el actor, traductor, dramaturgo y director teatral argentino cuya singular obra se ha estrenado en distintas ciudades del mundo, recorriendo las leyes del orden, la simultaneidad, el caos y la improbabilidad. Su particular obsesión por cuestiones lingüísticas, poéticas, y, claro que sí, políticas, lo ubica como un referente inequívoco para la tradición (o el quiebre) del teatro latinoamericano contemporáneo. Aquí, las reflexiones del “dramaturgo del oeste” en su paso por Lima.
KLR: ¿Podrías desarrollar el concepto al que llamas “ficción pura”?
RS: Viste que ayer en el conversatorio “La palabra en el futuro”(1) intenté preguntar a los que saben del tema: a los filósofos, a los psicólogos: ¿qué entendemos por ficción? Porque para mí es un problema severo. ¿Cuál es la diferencia entre ficción y post verdad? Una verdad que no es tal, pero que se presenta como tal. Porque esa es para mí una de las posibles definiciones de “verosímil”. Una ficción es verosímil, no es verdadera. Tiene que parecer real por consistencia con sus propios mecanismos internos. Pero no es la realidad. No hay ninguna necesidad de que la ficción, esa a la que llamo “ficción pura”, sea descriptiva de la realidad. Es más, es deseable que no tenga relación con la realidad sino con los mecanismos de construcción de realidad, pero que no sea necesariamente descriptiva de esta.
Se suele decir que esa es una de las funciones del teatro.
¿La descripción de lo real? Puede ser. Es una de esas funciones agregadas, esas “rémoras” que se le han pegado en distintas épocas al teatro: función psicológica, sociológica, política… Yo creo que su función es más bien la de creación de ficción pura. Es una necesidad y habilidad del Homo sapiens, no sólo de fabular sino de decidir “creer”, aun sabiendo que es mentira. Creer provisoriamente, mientras dura una ficción. Además es algo que vuelvo a verificar ahora que tengo niños. No se van a dormir si uno no les cuenta un cuento. No es sólo una relación de amor entre padres e hijos. O sí: el relato es lo que construye y edifica ese amor. Hay una necesidad de cultivar la psiquis del ser humano alrededor de un relato cualquiera, uno que –sabemos– es mentira. El niño se da cuenta de que es mentira. Pareciera que esa necesidad está muy desalojada de otras áreas de la vida cotidiana. Se cultiva poco, cada vez menos. Se discute menos técnicamente sobre cómo narrar. Por eso me parece que una de las funciones del teatro –y de la mayoría de las artes que crean un tipo de virtualidad diferente en cada caso– es la preservación de esa ficción pura.
¿Por eso te interesa desarrollar una ética de esta ficción pura?
Claro. La fidelidad es para con las normas del juego creado. Cada ficción crea un conjunto de reglas. Una gramática, si se quiere comparar con el lenguaje. Y la fidelidad que tenga con estas reglas es parte de su ética. Sino sería confuso: los personajes malos son malos porque en la vida real son condenables. ¡Claro que son condenables! No hace falta que me lo enseñes con una pieza teatral. Yo ya sé qué condenar y qué no. Sin embargo en la obra teatral sólo deseo que la pieza funcione. Sé de antemano que Ricardo III es un villano, ya lo juzgué moralmente. ¿Pero para qué lo voy a ver? Voy a indagar su lógica. A sorprenderme con ella. Yo necesito que sea el villano. Es una situación muy confusa, porque a los autores clásicos jamás se les reclama por su moral. No se acusa a Shakespeare de ser un asesino serial por haber escrito Macbeth. Sin embargo, si el autor contemporáneo escribe sobre un tema X a través de personajes, los críticos y los espectadores suelen asumir que su ideología es la de sus personajes. Es un sistema rudimentario y perverso establecido alrededor de algo que para uno es realmente problemático, algo que uno ha querido desgranar como un problema junto a sus contemporáneos, los que lo ven.
Eso le pasa a Jaume Planc en “La Terquedad”.
Él es un fascista con un plan humanista. Súper complicado. No hay que estar de acuerdo con él, hay que permitir que funcione en la ficción.
En este caso, tu procedimiento fue deconstruir la imagen que se suele tener románticamente del fascismo.
El fascismo español tuvo muestras de fascismo puro. “¡Viva la muerte!” fue el slogan del franquismo, un disparate. Pero el fascismo en general tiene pocas chances de sobrevida en el mundo real. Salvo en Brasil, actualmente.
¿Hay un cambio, entonces?
Uf. Durante un tiempo uno sostenía que el peligro del fascismo era que se presenta siempre como el orden, el bien, lo único posible. Y ahora quizás estamos entrando en un cambio de paradigma donde la novedad es que precisamente el fascismo se presenta como lo que es, como el horror, pero que la gente, en esta necesidad de novedad y de insatisfacción con lo que hay, adhiere a él. Es muy probable que la gente elija lo peor, incluso peor de aquello que ya tiene y que desea cambiar por algún lado.
En ese sentido, las posibilidades de metaforización del contemporáneo pueden terminar en el lugar común. ¿Podrías comentarnos las diferencias de la reflectáfora frente a la metáfora?
Bueno, ese es un nudo complejo porque es como tratar de explicar todo lo que hago en una sola frase. Vamos por partes. Yo suelo simplificarme diciendo que hago un teatro no metafórico, pero esto no es completamente verdadero. Yo abogo por un teatro cuyas metáforas no estén ya agotadas por la cultura. ¿Qué poder tenemos los dramaturgos para que la cultura no agote nuestras metáforas? Ninguno. No hay garantía de que una obra escrita ahora, en cinco años siga funcionando con la frescura y honestidad con que la que esas imágenes están siendo concebidas para seguir hablando esa lengua vacilante de la poesía: decir sin decir. Las buenas metáforas (que suponen un desplazamiento perfecto de un objeto A por un objeto B) son aquellas que más o menos tendrían garantizada su vida aún pese al desgaste cultural, pero la experiencia nos demuestra que todas las metáforas se van limando y se convierten en alegorías, pierden sus matices, devienen símbolos cerrados.
Muchas veces me encuentro con alumnos en talleres y con colegas hablando de “qué interesante tal proceso metafórico” y me ofusco un poco. ¡Aparece un ángel! ¡Aparece dios! Yo digo “esto es alegórico”. Son conceptos culturales ya limados y a mí se me va la expectativa porque me están hablando de cultura, pero no de los mecanismos internos de ese argumento fabricado. Esto es muy propio de buena parte de los teatros llamados antropológicos que se regodean en la alegoría. Una sustitución unívoca. Una sustitución donde todos decimos A y todos sabemos que B es una cosa (el sustituto estetizado de A) y no muchas. Sabemos fehacientemente que el objeto último de la poesía es la metáfora. Sin embargo, buceando en otros recursos de la retórica clásica, encuentro la reflectáfora. Para mí explica en términos muy elocuentes lo que me parece es simplemente una diferencia técnica sustancial de la cual asirse en el momento de la escritura. En la reflectáfora no hay realmente una sustitución de A por B sino un reflejo de A en B. Se presentan de manera contigua dos objetos que en la realidad serían disimiles y se sugiere –por el intercambio de electrones (es muy gracioso como lo definen los físicos) que giran en torno de ese núcleo–, se prestan características de modo que lo uno “es” lo otro y lo uno “no es” lo otro. En la metáfora la sustitución de A por B se da por un objeto parecido. Hay algo que se parece: “las perlas de tu boca – los dientes”, aquí la blancura de los dientes es el parecido. La reflectáfora siempre la pienso con este poema de Richard Wilbur, donde me concentro en el parecido de las cosas pero fundamentalmente también en sus diferencias:
En su cuarto en lo alto de la casa
Donde la luz se quiebra, y los tilos
Acarician las ventanas,
Mi hija escribe un cuento.
Escucho desde la escalera
A través de la puerta cerrada,
El ruido de la máquina de escribir
Como una cadena subiendo por la escotilla.
Joven como es, su vida
Es una carga grande, en parte pesada;
Le deseo un feliz viaje.
Pero ahora es ella la que se detiene,
Como para rechazar mi idea
Y su fácil metáfora.
Crece un silencio, y en él
Toda la casa parece estar pensado.
Y después recomienza con un clamor
De teclas, y de vuelta hay silencio.
Recuerdo el estornino que quedó
En ese mismo cuarto atrapado
hace dos años;
cómo nos metimos, abrimos la ventana
y nos retiramos, para no asustarlo.
Y cómo durante una hora, por
una hendija en la puerta
observamos a esa fina, salvaje, oscura
iridiscente, criatura
chocar contra las paredes, caer
como un guante
sobre el piso duro, sobre el escritorio.
Y esperamos a que, golpeado y ensangrentado
Reuniera fuerzas para volver a intentarlo,
Y recuerdo nuestra alegría cuando,
Al fin, con seguridad,
Levantó vuelo desde el respaldo de una silla
Directo hacia la ventana
Y la atravesó, hacia el mundo.
Siempre es cuestión, querida mía
De vida o muerte, cosa que yo había olvidado.
Te deseo
Lo que te desee antes, pero más.
Compara –entre otras metáforas interesantes– a la hija que escribe un cuento con un pájaro que pelea por su vida, ensangrentado contra los vidrios de su casa.
¿Ahí hay metáfora o reflectáfora?
Ambas cosas. En principio una reflectáfora puede ser una metáfora. También otro recurso como la comparación, la metonimia y cualquier otro recurso de la retórica pueden servirnos, pero en la reflectáfora los objetos están presentados simultáneamente y en la comparación entre ambos me doy cuenta –sobre todo– de que no son lo mismo. Mientras que en la metáfora quiero sugerir que son parecidos, la reflectáfora los hace convivir. Los acerca para que pensemos sobre todo en qué no se parecen. La niña que escribe es y no es la casa que piensa; la escritura es y no es un viaje errático; escribir es y no es luchar por la propia vida; la niña que se debate con el cuento es y no es el padre que se debate con su propia escritura.
Este funcionamiento reflectafórico es un elemento muy interesante porque libera a la metáfora de querer decir y que el espectador tenga que entrar en una clave de lectura interpretativa. “Ah, el poeta me dice esto, pero lo que yo debo leer es esto otro”, y cuando resuelvo este sudoku, me siento feliz. Es una tontería, es aniñado, infantil. Lo correcto es vivir y vibrar en medio de la incertidumbre creada por sus polos opuestos. ¿Por qué cada vez que al final digo la frase “te deseo buen viaje”, me conmuevo hasta las lágrimas? Porque pienso en eso, más grande que todo lo otro: él es un escritor que ve que su hija quiere escribir: es una reflectáfora cruzada. Él es su hija, pero él no es su hija.
Los buenos sistemas reflectafóricos funcionan como un fractal y tienen una geometría no lineal en la que, para mí, se verifica esta organicidad biológica de los relatos. Un relato no es más orgánico cuando ocurre aquello que dictó Aristóteles sino cuando se parece más a la pura biología. Los seres vivos están hechos de carbono reunido alrededor de un patrón caótico y fractal. Recordemos que el fractal tiene dos características físicas que no tienen ni los cuadrados ni los círculos ni las otras figuras euclidianas. Uno de ellos es infinito detalle. Nunca sé cuál va a ser la siguiente aparición en el poema: viajes, casas, pájaros, ventanas abiertas, sangre. La otra característica es la auto similitud en diversas escalas. Esto quiere decir que cada elemento que aparezca va a ser parecido a otro del propio sistema. Entonces me va a hablar recurrentemente de sí mismo y no sólo del afuera.
La conexión con el afuera la hace el que percibe, el “percibidor”, un perceptor que está allí para realizar esa tarea. Para mí, estas son las diferencias fundamentales entre una escritura metafórica, en la que se presenta una adivinanza donde el espectador cree que su función cultural es resolver la adivinanza, y otra cosa. Lo otro que no es una adivinanza, es una porción recortada “artificialmente” de un cruce de marcos de referencia que producen esa explosión de electricidades que nos hace zozobrar en nuestra conceptualidad.
Hay un arranque veloz en tus obras. ¿Te parece que la velocidad es un mecanismo que puede atacar el sentido común?
Es bueno que lo señales, porque es un recurso técnico que podría no ser. Podría ser otro, pero yo realmente creo que en la velocidad se favorece esta complicación de relación de causas y efectos que hace que los acontecimientos parezcan catástrofes. Es decir, en la lentitud los acontecimientos tienden a ser ordenados prolijamente por la percepción en causas y efectos, mientras que en la velocidad, al no tener ese tiempo para el ordenamiento, la sensación es de puro efecto. Pura catástrofe, algo que carece aparentemente de causas.
Por otro lado, técnicamente siempre me ha interesado buscar un mecanismo muy poco aristotélico que tiene que ver con algo que yo llamo el “puro nudo”. En mis talleres pido que los autores escriban una obra sin introducción y sin desenlace: que sea sólo nudo. Parece imposible. Las tres primeras frases serán siempre leídas como introducción: ¿quién es el personaje? ¿dónde está? ¿a qué se dedica? Bueno, no lo digamos. Operemos como si el espectador ya lo supiera. Por eso es que mis obras comienzan casi siempre de forma muy abrupta. Los desarrollos son muy extraños. Esta velocidad, esta alteración súbita, ya te pone de lleno en el nudo. Es como si en vez de comenzar la escena donde me dan la mala noticia, me agobio y me pongo a llorar, digo simplemente lo que pienso y ya estoy llorando. Allí se pierde la noticia previa. Aparece como enigma, como fuerza ausente. Me gusta mucho abordar el nudo. Cuando creo que estoy llegando a un desenlace, lo abandono y dejo entrar el nudo siguiente. ¡Es una utopía! Nunca se logra del todo. Lo busco como objeto, pero yo sé que la razón del espectador –antes incluso que su propio deseo– igual separará en introducción, nudo y desenlace. Porque la razón funciona, mal que mal, de manera causal.
En tus obras sueles utilizar una interrupción “mágica”: La hija de Planc en “La terquedad” delira por la fiebre; Mansilla y su fervoroso discurso antes del punto de inflexión en “Raspando la cruz”; el deportista religioso en “Acassuso” rompe en un delirio místico. ¿Esta interrupción mágica es un mecanismo que reconoces?
Yo estoy más preocupado por la interrupción del devenir lógico que por la aparición de lo mágico. Lo que pasa es que a veces esta propia interrupción se traduce como algo mágico. ¿Cuál es el verosímil con el que justifico que la hija diga tres o cuatro cosas? Bueno, está delirando de fiebre (una fiebre muy justificada por el argumento central) y dice eso que es profético de lo que puede ocurrir o no. Tiene una función poética, es como un poema insertado en medio de la acción. Entonces puede ser que uno lo lea como “lo mágico”. Yo no estoy preocupado por lo mágico, estoy preocupado por la interrupción. Eso adquiere distintas formas, lo mágico no es exactamente lo mismo que lo místico. También te diría que uno de los mecanismos que utilizo para esta interrupción es la grosería. Con un lenguaje más o menos elevado y donde se están discutiendo asuntos casi filosóficos, hago que aparezca la grosería más abyecta. Me refiero a cambios de registro muy abruptos. Por ejemplo en “Acassuso”, precisamente, alguien le está explicando a la directora por qué está mal que se hayan robado el dinero para comprarse el futbolista, entrenarlo y luego vendérselo a Boca… Ella lo mira largamente y cuando parece que va a reflexionar sobre el asunto dice: “¡Cómo me comería un choripán!”. A eso me refiero con grosería. Hay muchos contemporáneos que lo hacen: David Mamet, Steven Berkoff, Harold Pinter. Es el cambio abrupto en el registro de lengua lo que te hace pensar súbitamente en cuán fácil es que perdamos el contexto. Cuántas cosas a la vez estamos pensando y cómo nuestro cerebro, también fractal, captura los sonidos de la calle, pensamientos futuros… A mí me parece realista este mecanismo de interrupción y multiplicidad. Mientras que la reducción del relato de “escribamos solo lo que es conducente” me parece una falsificación estilizada. Y además una simplificación propia del realismo que ya casi no se sostiene por sí sola.
Acabas de prologar el libro del grupo Piel de Lava(2) y te refieres en él no solo a la creación colectiva, sino al autor colectivo. ¿Qué lugar ocupa en tu trayectoria esa idea y práctica de colectividad, más allá de las experiencias que tuviste con Alejandro Tantanian y Javier Daulte?
En este caso particular yo no lo llamaría creación colectiva, lo llamaría coautoría. Éramos tres autores que se ponen más o menos de acuerdo para ver cómo hacen el relato, pero luego en la dirección los actores no tenían ni voz ni voto en la disposición del texto. Yo creo que la creación colectiva es la distribución democrática del rol. De todos, si no, no es colectiva. En la autoría tradicional hay algo así como una “clase social” dentro de ese colectivo que impone, a la otra, su deseo. Lo nuestro ahí fue una coautoría. Es muy difícil en general, pero la verdad es que se nos dio muy fácil y muy automáticamente. Tengo otras experiencias de coautoría en las que hemos tenido que optar por otros mecanismos. “Call me God”, por ejemplo, coescrita con Gian Maria Cervo, Marius Von Mayenburg y Albert Ostermaier. Como los cuatro vivíamos en países distintos, en idiomas distintos y demás, decidimos que cada uno escribiera un pedazo y que no se notara. Nunca dijimos quién escribió qué. Y como eran escenas sueltas, a mí me tocó escribir dos escenas enteras dentro de un desarrollo. Pero esto estaba basado en un caso real, en el “Francotirador” del Washington Belt. Basados en recortes de noticias y demás, construimos, cada uno, una posible explicación de esa historia. Como las cuatro eran bastante incompatibles estaba bueno para el material. Aquí tampoco hablaría de creación colectiva.
¿Y en Piel de Lava?
Lo que ellas hacen sí es creación colectiva. Se reúnen a escribir, a ensayar, a improvisar. Luego discuten, se corrigen unas a otras, no es que aceptan y toleran lo que siempre proponen. Discuten. Si no les gusta lo que una escribió otra puede corregirlo. Es como tirar todo a un caldo común. Es una tradición teatral que ha prendido más en el Caribe que en la Argentina, en donde no desembarcó el sistema de la creación colectiva. Lo que sí hay son grupos que se llevan muy bien y que comparten una ideología o forma de trabajo, pero prefieren que uno o dos escriban, otros actúen y alguno dirija. No tenemos mucha tradición de creación colectiva en Buenos Aires y hay una explicación. Esto pulula y crece naturalmente cuando existe una política estatal de financiamiento de grupos. Hay lugares de Latinoamérica donde el financiamiento no va a la persona sino al grupo. Entonces uno registra el grupo y ese grupo es subsidiado para producir. ¿Quién va a recibir ese dinero y cómo se va a usar? ¿Uno o todos? En esas culturas donde los grupos van montando obras y persisten en el tiempo, es más o menos lógico que se terminen democratizando todos los roles. En Argentina, donde no hay una tradición de apoyo estatal para el teatro, da lo mismo que sea una persona o un grupo quien pida el apoyo porque a ambos les van a decir igualmente que no. Entonces no ha prosperado este sistema como sí en países como Venezuela y Colombia.
Háblanos de tu experiencia con los unipersonales. Actuando en “Spam” y “Apátrida”, y ahora desde afuera, dirigiendo a Andrea Garrote(3) en “Pundonor”.
Estrictamente hablando “Spam” no sería un unipersonal, porque estoy con un músico que tiene una función protagónica. El diálogo es con el músico. Es un músico industrial y con formación en la clásica contemporánea, Zypce, que es hermano de mi esposa, y con quien tengo otra experiencia del mismo formato que se llamó “Apátrida”, un monólogo como texto pero que es, en la puesta en escena, una ‘ópera hablada’. El único monólogo anterior que tengo es “La extravagancia”, que forma parte de la “Heptalogía de Hieronymus Bosch” y que fue una obra breve escrita para Andrea Garrote, donde ella tiene que interpretar a tres hermanas gemelas, una de las cuales es adoptada. El gran misterio de la pieza es ese.
Siempre me sublevé a la idea del monólogo. Me parece que en el monólogo hay más narcisismo que teatro. Más deseo de lucimiento personal que de construcción colectiva. Y siempre me pareció que más o menos todos los monólogos eran iguales: o alguien que contaba un cuento o un actor que se quería lucir. Siempre me he sentido algo agobiado, aburrido ante la posibilidad del monólogo. En cada uno de mis monólogos he intentado una forma de no escribir un monólogo, pero son muy pocos.
Ahora, “Pundonor” no es una obra mía. Es un texto de Andrea Garrote. Yo estoy codirigiendo con ella. Leí el texto, me pareció genial y le dije: “no vas a necesitar de mí para nada. Este texto, habiéndolo escrito para ti misma, se dirige solo”. Pero ella insistía mucho en que yo la ayudara desde afuera. No tanto porque fuera un monólogo, sino por lo que me había pasado a mí con “Spam” y “Apátrida”, donde yo no tuve quien me mirara desde afuera. Yo me tenía que dirigir a mí mismo. Ella quería adelantarse algunos pasos a ese problema y tratar de entender. Yo, más que dirigir la obra, le fui comentando dónde me parecía a mí que ella sola se iba a aburrir. Dónde iba a temer. Dónde no iba a poder gobernar la mirada del público. Fue como si le trasmitiera mi experiencia de actor de un unipersonal, más que dirigir lo que ella debía hacer. Fue un texto muy especial en el que ambos estuvimos absolutamente de acuerdo en que no había necesidad de intervenir lo escrito. Si yo tuviera que dirigir esa misma obra con otra actriz, tendría que hacer un trabajo de dirección de verdad. Hacerle entender los mecanismos secretos de la pieza que en este caso no había que hacer porque ella los entendía perfectamente. De hecho por eso la había escrito.
¿Qué lugar ocupa la danza en tus obras? Considerando que te refieres a ella diferenciándola del teatro y que en “El fin de la historia”, incorporas.
No ocupa ningún lugar. Es un objeto de confrontación y de diálogo como lo pueden ser la arquitectura y la música, que son disciplinas aledañas del teatro. De la danza me fascina que puede hacer algo que yo no: sobrevivir al paso del tiempo sin aferrarse a las palabras. Que puedan construir no “relato”, sino interés, a partir del puro efecto. Al menos en la danza local argentina, ese efecto puro no está mal visto. Por ejemplo que un bailarín se tire un balde de agua encima y que la luz refleje cómo el agua cae sobre él, etc… Mientras que en una obra de teatro eso sería efectista. La gente diría “¿Qué, quieren embellecerla?”. Es muy raro en qué clave de percepción entra uno cuando ve danza y cuando ve teatro. Muchas personas lo niegan y dicen: “¡No!, ¿podríamos ver teatro y apreciar su movimiento, lo mismo que en la danza?”. Yo creo que no. Está bien que sus especificidades sean diferentes. Lo cual no quiere decir que no pueda valerme de sus especificidades dentro de una obra teatral.
A tus estudiantes sueles plantearles la pregunta técnica “¿qué es irrepresentable?” Partiendo de eso, ¿qué es irrepresentable para ti, hoy?
Yo creo que la escritura de una pieza teatral nueva está siempre en el umbral de esta pregunta: ¿qué no podemos poner en escena? Es una pregunta técnica, como dices, no filosófica. ¿Qué necesitamos revelar? ¿Qué sería irrepresentable y por lo tanto merece nuestra atención? Los estudiantes me suelen contestar con cosas muy abstractas. La muerte, por ejemplo. ¡Mentira!, hay muchas maneras de representar la muerte: que te peguen un tiro y te hagas el muerto, o de manera alegórica con un ángel con alas negras. Hay miles de maneras de “representarla”. Recuerdo una vez que fui a ver una obra, siempre cuento esto porque me impresionó mucho. No recuerdo bien cuál era la obra, pero en un momento uno de los actores era atado a una silla, veías que todos los demás se esmeraban mucho en los nudos, y yo veía eso y pensaba: “no va a poder salir de escena”. Entonces todo el tiempo te quedabas pensando que cuando viniera el apagón el cambio de escena iba a ser complicado. Y efectivamente, en el apagón, escuchabas los ruidos de alguien que salía saltando de ahí. Yo me comencé a reír en medio de ese drama y me dije: “esto es irrepresentable”. ¿Por qué hacerlo de esa manera? Si el teatro ya tiene una cantidad de recursos ridículos para esto: podría no haber soga y decir “¡ay, estoy atado!”, por ejemplo, es mejor eso, si no, se crea una dificultad con el lenguaje de lo posible. A eso me refiero con irrepresentabilidad: dónde y cuándo el teatro te pide que no pongas ciertas cosas.
¿Qué cosas puestas sobre el escenario son de una torpeza tal? A veces es irrepresentable la repetición de un gesto teatral perimido. Esas obras con maletas viejas sobre el escenario, apiladas, o con escaleras de pintor, recursos de pobreza (escenografías portables pero con supuestas pretensiones de belleza) que el teatro ya ha agotado llevan a una clara condición de irrepresentabilidad. Entro, veo eso en escena y digo: “ya sé todo”. Pensaron que en vez de no poner nada iba a ser más bello poner esto. ¡Esto está prohibido en mi teatro! Es irrepresentable, pero insisto, cada persona, cada sensibilidad, llega a respuestas diferentes. Es como si te dijera ¿Qué no puedes hacer cuando tu libertad es absoluta?
Un poco por casualidad –o más bien siguiendo esta pregunta básica– tuve hace poco un descubrimiento formidable. Hay una obra mía llamada “Todo” en la cual hay un momento en que se queman unos billetes. Cuando yo la monté en Argentina decidí deliberadamente que no hubiera nada de utilería. Los personajes manipulan objetos invisibles, queman un billete que no existe. La música hace todo el trabajo. Cuando la voy a dirigir en Alemania, los actores estaban muy contentos con la obra. Les parecía revolucionaria, subversiva, agitadora. Querían quemar unos euros de verdad. ¡Varios problemas! El euro no se quema fácilmente y estamos en un teatro público. Para quemar cinco euros necesitamos poner en el presupuesto cinco euros por noche, sólo para quemarlos. Si yo ponía que necesitábamos cinco euros para comprar yogurt, que también usábamos, no había problema. Pero pedir cinco euros para comprar cinco euros, nos llevaba a un callejón sin salida dentro de la lógica burocracia estatal alemana. Por otro lado yo les decía: ¿cómo va a saber el espectador que ese euro no es falso? ¿Qué garantía tiene de que no sea una fotocopia del dinero? Entonces intentamos quemar una fotocopia. ¡Problema! Las fotocopiadoras alemanas no fotocopian euros, tienen un código de seguridad que no sé cómo funciona. La máquina se traba si ponés un billete de euro en el scanner. Esto fue en una pequeña ciudad Alemana llamada Karlsruhe. Una ciudad cuya gente se reúne en torno al teatro casi con un amor operístico. Se reúnen alrededor del teatro para ir a ver algo que los trate bien como espectadores. Y estos actores que venían a trabajar ahí, pero que eran de Berlín y otras ciudades más grandes, querían atacar a su público. Les querían tirar algo a la cara, como el famoso movimiento “In-yer-face” de los ingleses. Yo les decía: “yo no odio a mí público. Quiero compartir con ellos una experiencia. No sé ni siquiera cómo piensan. Por suerte no soy de acá y no sé si son fascistas o nazis, ni sé por quién votaron. Yo aspiro a una comunión, a una suerte de acto de encuentro del humano. No vengo acá a escupir a nadie. No quiero que se asusten.” Pero si logro que se asusten –que tengan una vivencia real, en todo caso– a partir de no quemar un euro sino de simbolizar esta quema es mucho mejor. El procedimiento es más humano, más intelectual, más elevado. Los actores me proponían lo siguiente, muy preocupados por esta colisión de irrepresentabilidades: parar la obra en el momento de la quema del billete. Pedirle a un espectador de la primera fila que les prestara diez euros para seguir con el espectáculo. Tomar ese billete que el espectador sacaba de su bolsillo. Quemarlo a la vista del espectador y, terminado el espectáculo, devolverle otros diez euros. Lo cual demostraba que diez euros equivalían a diez euros, que era algo que la obra ponía en eje de conflicto. ¡El teatro nos lo prohibió, afortunadamente! Yo los tuve que convencer de hacer el acto con verdadera pasión (toda esa pasión con la que tratamos de hacer el mecanismo para hacer representable lo irrepresentable), de vivir emocionalmente esa tensión real en el momento en que elevábamos una mano vacía y hacíamos con otra mano vacía este gesto vacuo de llamita ardiente. Los actores en mi puesta argentina lograban emocionarse, lloraban. Al menos yo pretendía eso. Que usaran la frustración de lo irrepresentable como una tensión creativa. Los míos lo hacían. Éstos no lo lograban del todo. Porque estaban enojados ante la irrepresentabilidad, me parece. Pero yo creo que ése es el motor fundamental de la actuación. Cuál es el límite y hasta dónde estás dispuesto a llegar para cruzarlo. No hace falta cruzarlo, eso suele resultar pueril: hay que mostrarlo con elocuencia desde la otra orilla.
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(1) “La palabra en el futuro” fue uno de los conversatorios dentro del 5to Festival de la Palabra, realizado del 19 al 21 de octubre de 2018 en el Centro Cultural de la PUCP. En este conversatorio se reflexionó sobre la Babel del futuro, los cambios de sus formas de expresión, influencia tecnológica y avances o retrocesos. Participaron: Miguel Giusti, Romina Paula, Rafael Spregelburd, Víctor J. Krebs, Luis López-Aliaga, Victoria Guerrero y María Pía Costa.
(2) El grupo Piel de Lava está integrado por las actrices Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Desde su fundación en 2003 en Buenos Aires, su producción teatral ha sido abordada desde procesos de creación colectiva.
(3) Andrea Garrote, actriz, dramaturga y directora teatral, es fundadora, junto a Rafael Spregelburd, de El Patrón Vázquez, uno de los grupos más prolíficos y longevos de la escena argentina actual.
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