SENCILLEZ Y MULTIPLICACIÓN
Escribe Erick Weis
Amamos que nos cuenten historias. Ya sea con megablockbusters cinematográficos que superan el billón de dólares en recaudación o con relatos tan sencillos como los que se entonaban con vara en mano a la luz del fuego, el hombre siempre ha estado dispuesto a hacer un breve pacto ficcional con quien sepa “contar”. Asistir a un unipersonal, en pleno siglo XXI, siempre es una buena oportunidad no solo para viajar en el espacio-tiempo de las acciones sobre el escenario, sino también para, de algún modo, revivir aquellas manifestaciones teatrales que sucedían cuando aún éramos viajeros constantes.
En nuestra ciudad este tipo de estas propuestas nunca ha faltado. Existen unipersonales donde, luego de varios años (o décadas) de recorrido, el actor aún puede reencontrarse con su respectivo personaje. Sin duda, entre estas deben considerarse obras como “Ricardo III” y “Buscando a Kazuo Ohno”, de Edgar Guillén. De igual modo, Delfina Paredes continúa presentado “Evangelina retorna a la Breña”. Obras como “Rosa Cuchillo”, “Adiós Ayacucho” o “Antígona”, todos proyectos de Yuyachkani e interpretados respectivamente por Ana Correa, Augusto Casafranca y Teresa Ralli, son también claros referentes al hablar del tema.
Asimismo, recientemente, actrices como Wendy Ramos o Gisela Ponce de León han tenido la posibilidad de protagonizar un unipersonal: “Cuerda” y “Mudanza”, respectivamente. Espacio Libre, dentro de su repertorio, cuenta con “Paréntesis”, interpretada por Karlos López Renteria. Y, más reciente, tenemos la apuesta del colectivo Animalien que, tras el éxito de “Pulmones”, decidió apostar escénicamente por otro texto del británico Duncan Macmillan en “Solo cosas geniales”, protagonizada por Norma Martínez.
La misma característica de enfrentar al público con un solo actor también la posee “Una historia de amor israelí”. Luego de una temporada en 2016 y dos breves recorridos por los auditorios del Centro Cultural Peruano Británico, el texto original de la israelí Pnina Gary, con la dirección de Gonzalo Tuesta y la actuación de Macla Yamada, regresó al Teatro Olivar de San Isidro para una segunda temporada este 2018. ¿La particularidad? Este es seguramente, entre todos los títulos mencionados, el equipo más joven (dirección, asistencia y actuación) en proponerse concretar un proyecto de este formato.
A continuación, analizaremos brevemente de qué modo se ha configurado la primera versión en español de la obra de Gary.
En cuanto a la dramaturgia, en “Una historia de amor israelí”, tanto los diálogos como la narrativa que nos propone Pnina Gary son sumamente sencillos. Un personaje central, Margalit, visita su pasado y narra un episodio específico concerniente a su juventud y la relación que tuvo con un joven soldado llamado Eli Ben-Zvi. De género autobiográfico, el contenido de la historia puede enmarcarse dentro de la clásica propuesta de amor romántico con final trágico y con la clásica estructura lineal de introducción-nudo-desenlace. No obstante, no debe dejar de considerarse que el reto principal de este drama se encuentra justamente en el montaje del mismo.
En cuanto a la forma, la autora desarrolla el texto con una serie de herramientas que se mantienen durante el recorrido. Así, en la obra podemos encontrar cuatro modos de enunciación verbal:
1. El diálogo entre personajes, el cual domina cuantitativamente el contenido. En este caso, la actriz debe personificar más de veinte (desarrollaremos este punto más adelante).
2. La narración de Margalit, la cual, en la mayoría de casos, es empleada para dar a conocer el contexto espacio-temporal y/o ubicar en qué circunstancias de la vida personal de la protagonista se están desarrollando las acciones.
3. De igual modo, se debe considerar la voz que anuncia las noticias en la radio, la cual amplía un poco más el panorama al informar el contexto histórico y cultural de la trama (Israel durante la Segunda Guerra Mundial y el periodo de posguerra).
4. El cuarto elemento, mucho más esporádico, son las voces en off de los personajes que le han mandado una carta a Margalit (Eli y la madre de este).
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Solo esta diversidad de elementos enunciativos propios del texto permite una variedad de posibilidades al momento de llevarlo a escena. Desarrollemos ahora la propuesta de dirección de Gonzalo Tuesta y el trabajo actoral de Macla Yamada.
El planteamiento del montaje en Lima se ciñe a la puesta original realizada por la misma autora en 2008: se utiliza la misma música y la ropa es sumamente parecida. Asimismo, siguiendo esta línea, se opta por la sencillez como aspecto principal. No existe fondo o mobiliario fijo alguno sobre el escenario. Una maleta sirve como recipiente para una radio (de donde salen las noticias mencionadas anteriormente) y tres prendas de vestir que se van utilizando a lo largo de la obra para acompañar referencialmente lo narrado. Finalmente, el objeto más relevante es una banca de madera que, junto con la actriz, se multiplica para cumplir diversas funciones: adopta las formas de una mesa, un podio, una moto o una puerta según sea necesario.
¿Cuáles era, por lo tanto, el mayor el riesgo que implicaba poner en escena esta obra? Consideramos que la mayor dificultad radicaba en la posibilidad de causar un efecto contrario al que se espera obtener. No es extraño encontrar, de vez en cuando, producciones (no necesariamente unipersonales) donde se opta por una extrema solemnidad que, lejos de causar alguna sensación dramática profunda, termina causando la risa/sonrisa del espectador cuando este detecta la impostación escénica excesiva.
En el caso específico de la obra de Gary, esto podía producirse en las escenas de diálogo entre personajes, especialmente en momentos de gran carga dramática, en los que la propia actriz debía asumir a dos actantes envueltos por una emoción intensa. Para resolver esto, hay per se una ventaja en el texto: la obra inicia con escenas anecdóticas sin mayor carga tensiva. Mientras avanza la trama, el director y/o la actriz tienen la oportunidad de establecer un código convincente para avanzar sin problemas hacia los mencionados episodios de mayor intensidad.
En la propuesta limeña, técnicamente, el uso correcto de distintos tipos de pausa plantea un patrón que, luego de algunos minutos, el espectador puede entender. La primera pausa se puede ubicar en el tiempo que toma el cuerpo de la actriz para cambiar de posición, postura y voz para traer el diálogo del siguiente personaje en escena. La segunda, un poco más larga, se utiliza para pasar del código narrativo al dialógico y viceversa. Finalmente, una tercera y con mayor duración puede encontrarse en la transición de una escena a otra. Este tercer tipo de pausa, además, es acompañada por breves gestos que relevan nostalgia y tristeza: para que Margalit nos esté contando su historia “algo” debe haber pasado. Su propia soledad sobre el escenario hace intuir al público lo que le ha podido ocurrir finalmente a Eli.
Además de estas pausas, Macla Yamada aprovecha la primera parte anecdótica del texto para empatizar desde el inicio con la creación de una Margalit que se expresa con un lenguaje cotidiano y sincero. De este modo, este primer tiempo es utilizado adecuadamente para evitar el ya mencionado riesgo de ocasionar una sensación no deseada. En escenas específicas, como las del primer beso entre Margalit y Eli o su primera pelea, el público ya ha aceptado el código planteado y no hay mayor incomodidad cuando la actriz besa sus dos manos o alza la voz mientras rota entre dos puntos en el escenario.
Superado este principal problema, sería importante finalmente destacar una arista que permite que el montaje peruano pueda tener otra mirada del original. La actriz Adi Bielski es la primera en darle vida al personaje de Margalit (aquí puede verse un fragmento de la obra original). En su propuesta, cuenta los sucesos con madurez y una emoción propia de una mujer adulta. Mientras avanza la obra, puede notarse cómo se transmite que todo lo recordado ha tenido lugar hace una buena cantidad de años. La mayor evidencia es la forma en la que se construye la escena final en la que, a horas de la muerte de Eli, Margalit se pone por un momento el vestido de novia que no pudo usar y anuncia un llanto que no se ejecuta en escena.
En contraste, Macla Yamada le infunde un espíritu sumamente juvenil a su personaje principal. Todos los diálogos en el montaje se sienten temporalmente mucho más cercanos al presente desde el que Margalit nos narra la historia. El mayor contraste se percibe sin duda en la misma escena posterior a la muerte del soldado: la Margalit de Yamada no puede contener el dolor que ocasiona perder el primer amor así de joven, el llanto no solo queda en una frase, aparece en abundancia y la tranquilidad se toma su tiempo para aparecer antes de la escena final de la obra.
En la actualidad, seguramente aún existen las oportunidades de escuchar un buen relato alrededor del fuego. Sin embargo, estar expuesto a una infinidad de propuestas audiovisuales que se proponen contarnos una historia deben haber causado un cambio en nuestras expectativas: con el tiempo, nos hemos convertido en espectadores un poco (o mucho) más exigentes que nuestros nómades antepasados.
La sencillez de “Una historia de amor israelí” tiene una capacidad multiplicadora que logra cumplir su intención de transmitir intensidad con una bien trabajada economía de recursos. Es una obra que ejercita la imaginación a partir de un lenguaje lo suficientemente sencillo como para que el espectador acepte recorrer la historia de Margalit hacia los puntos más intensos sin salir del pacto aceptado con el apagón inaugural.
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