MITOLOGÍAS DEL CUERPO
Escribe Eliana Fry García-Pacheco
“Hombre, acuérdate de que polvo eres y que al polvo volverás”, predica el Génesis. Aun tomando la palabra «polvo» en su acepción más procaz, el versículo sigue siendo cierto. Del sexo venimos, al sexo volveremos. No en vano se califican los orgasmos de ‘pequeñas muertes’. Es el sexo el verdadero regulador del mundo. El placer sexual, como el eros de Freud, es nuestra eterna búsqueda, el impulso vehemente que rige entera nuestra vida.
Pues bien, en resumen es este el argumento o el súperobjetivo de “La habitación azul”, obra protagonizada por Andrea Luna y Sebastián Stimman, y escrita por el inglés David Hare, quien fuese residente en la década del setenta del Royal Court Theatre (programa que, coincidentemente, estuvo en Lima trabajando con jóvenes dramaturgos peruanos gracias al festival Sala de Parto) y de quien ya habíamos visto en Lima “Cielo abierto”, en este mismo teatro, también bajo la dirección de Mateo Chiarella, en 2016.
Escrita hace 20 años como una suerte de adaptación de la famosa “La ronda” de Arthur Schnitzler (texto de 1897 de atípica carga erótica para los escenarios de ese entonces —de hecho no fue escrita para ser montada públicamente), “La habitación azul” sucede en un tiempo ficticio de un año (51 semanas para ser precisos) en el que vemos cómo, a través de diez historias de amor no correspondido y lujuria, diez desconocidos están secretamente vinculados a partir de las relaciones sexuales de sus compañeros de cama.
VOLUNTAD SEXUAL
¿Con cuánta gente nos acostamos realmente cuando follamos con alguien? ¿Podemos, en el tiempo, recordar algo de todos ellos más allá de las vicisitudes —vamos a llamarle— técnicas (su desempaño, el tamaño de sus genitales, su interés carnal)? Parecen ser estas las primeras preguntas planteadas por la obra, en la que ambos actores interpretan cinco personajes cada uno.
La estructura narrativa se plantea interesante: una primera pareja (un taxista y una chica, Irene, quien lleva recién una semana como trabajadora sexual) para la primera historia. En la segunda, se repetirá el personaje de él y se cambiará el de ella (ahora será Marie, una au pair francesa). Para la tercera se mantendrá el de ella y ahora se cambiará el de él (un estudiante universitario de buena condición social) y así sucesivamente; cerrándose el círculo nuevamente con la aparición de Irene, más solícita y fría, más desencantada, pero ejecutando la misma labor: sexo por dinero.
Sería muy fácil hablar de seres humanos desencantados, solitarios per sé, incluso referir al amor líquido de Zygmunt Bauman. Cierto es que aquí el desamor incrementa la consciencia de soledad de los personajes, lo mismo que sus necesidades y carencias afectivas, su imposibilidad de manifestarse emocionalmente, remarcado principalmente en los personajes masculinos. Curioso es también notar que sobre los personajes femeninos recae casi todo el erotismo y el valor del cuerpo como espacio lascivo, como objeto de deseo, pero también la que a gritos reclama reciprocidad del amor (“Solo me voy a arriesgar si significo algo para ti”, dice la prostituta; y aunque el aristócrata, hacia el término de la obra, desea que su primer encuentro sexual con la actriz que idealiza sea premeditado, queda claro que no se trata más que de un capricho, que es como se resolverá la escena finalmente).
«El amor sexual hace a la persona amada un objeto del apetito; tan pronto el apetito se ha aplacado, la persona es echada a un lado”, escribió Kant. Pareciese, entonces, que el cuerpo es el centro del deseo, por tanto, de nuestra satisfacción. El vínculo de estos personajes es tan volátil como lo que dura cada polvo. Ninguno, aparentemente, trata de buscar más. No hay nada más en el otro (ni intelectualidad ni admiración) que despierte la excitación fuera de lo externo, de cierto sex appeal inefable. Pareciese que entre ellos, la aseveración de Roland Barthes respecto de que “el cuerpo es todo pensamiento, toda emoción, todo interés suscitados en el sujeto amoroso por el cuerpo amado” no tuviese cabida. Solo ella, con algunos de sus personajes, vislumbra una tenue urgencia por indagar qué hay dentro de esos sujetos que la penetran. Continuando con Barthes, podríamos explicar ese accionar en que “la carga moral decidida por la sociedad para todas las transgresiones golpea todavía más hoy la pasión que el sexo (…), el amor es obsceno porque precisamente pone lo sentimental en el lugar de lo sexual”.
TODO LO QUE NO SE VE
Contada así la historia, reflexionando sobre su tesis, puede creerse que encontraremos un espectáculo arriesgado en el erotismo. Nos hubiese gustado que así fuese. Pero no. Si bien los actores particularizan los diversos personajes que interpretan (Stimman mejor que Luna, principalmente en el trabajo de voz, en el peso del cuerpo al caminar), en ambos hay un exceso de corrección y cierto exageración del estereotipo que diluye su atmósfera naturalista. Ello también hace que el ritmo decaiga o que, una vez que se comprendió la dinámica, la expectativa se torne predecible.
Por supuesto, Chiarella es un director experimentado y vuelve a resaltarse por la versatilidad de su escenografía (mínima, original y delicada), la precisa selección musical, los perfectos ambientes lumínicos y su mirada de 360 grados, vital para dominar un espacio circular como el del Teatro Ricardo Blume. Sobre el montaje, lo único discutible es la colocación de un reloj que descubrimos en la penúltima escena, que marcaba la duración de cada acto sexual, y que no es apreciado desde todos los frentes.
Así, “La habitación azul”, a pesar de su actualidad temática, no inquieta, no provoca, no estremece la piel. Es cierto, todos estos encuentros terminan antes que se produzcan las dificultades que conllevan las relaciones amorosas. O se abandonan entre sí para empezar la búsqueda de otros cuerpos. Además, todas las escenas poseen una especie de intermedio, que es el momento del sexo en sí mismo, el cual no vemos; intuimos. Por ello llega como innecesario el semidesnudo que Luna realiza. Todas estas parejas se atan endeblemente por el sexo pero su relación está al margen de este. Por ello entendemos la decisión de no mostrar el acto sexual en sí mismo. Sin embargo, ¿por qué si mostrar los senos de ella y no el pene de él, por qué ella se pasea mayoritariamente en ropa interior y no él? ¿Por qué la erotización del cuerpo tomó más peso de un solo lado si, como dice Anaïs Nin, “las experiencias físicas, puesto que están faltas de la alegría del amor, requieren de artilugios y de perversiones para conseguir el placer”?
FICHA TÉCNICA | |
Dirección | Mateo Chiarella |
Dramaturgia | David Hare |
Elenco | Andrea Luna, Sebastián Stimman |
Diseño de escenografía | David Algar |
Diseño de vestuario | Azucena de la Quintana |
Diseño de luces | Luis Tuesta |
Temporada | De jueves a domingo hasta el 14 de julio |
Lugar | Teatro Ricardo Blume: Jr. Huiracocha 2160, Jesús María |
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Nota.- Texto publicado originalmente en el número 88 de la revista H.