ENCUENTROS CERCANOS
Erick Weis Bautista
Desde que fuimos capaces de crear historias, dos tópicos han copado nuestras capacidades (y preocupaciones) inventivas. Uno es “el origen del mundo” y el otro, “la historia de amor”. No obstante, mientras la primera temática ha dejado de ser un eje principal y forma parte de la antigua mitología de cada civilización, no nos hemos cansado de discutir sobre el amor, lo que es o debería ser para nosotros en el presente.
“La obra del sexo”, escrita y dirigida por Federico Abrill, contraria a su título, debate —una vez más— sobre aquella relación entre humanos (mayoritariamente de a dos, aunque ya no necesariamente) que el lenguaje y el tiempo han bautizado como ‘amor’. En todo caso, plantea —en parte— al sexo como un punto de partida narrativo-dramático.
REINICIO Y CONTENIDO
El montaje se toma un buen tiempo en arrancar. Sucede que plantea una primera historia que despierta la alerta de los mismos actores cuando se encuentran ante estereotipos de subtrama de película hollywoodense noventera: chico fuerte conoce chica tonta. Mientras que a nivel de contenido la distribución de guion está inclinada a favor del lado masculino. Se agrega al momento un narrador —también es un personaje— que cuestiona los desteñidos rasgos de su rol de mejor amigo gay. Entonces deciden que no pueden hacer esa obra.
Este falso inicio suspendido se desencadena con el ingreso a escena del propio dramaturgo y de Natalia Torres Vilar, quienes proponen una mejor historia o, mejor dicho, llegan con “la obra que necesitan”. Sucede que entre un momento y el otro se toman cierto tiempo para hablar sobre los dilemas de la ficción en vez de ejecutar la nueva propuesta. Finalmente la obra “de verdad” logra su despegue.
A pesar de esa primera crítica a lo estereotípico, la siguiente trama tampoco parece trasgredir los planteamientos de (ahora representativas) historias de amor sigloveintuñeras/netflixeras: nuevamente, chico conoce chica (por Instagram) y, con la iniciativa de esta, deciden entablar una relación virtual-sexual que los lleva a una serie de descubrimientos sobre la concepción del amor en la sociedad y su posición sobre el respecto.
En complemento, el mejor amigo gay ya no es un peluquero, pero sí un artista de teatro incomprendido cuyo rol sigue siendo subalterno a la de los dos protagonistas. Finalmente, Mae, madre de la joven, está en un proceso creativo de composición de cartas y sonetos para el esposo fallecido y en el redescubrimiento no solo del amor luego de la pérdida sino del mundo digital.
Así, finalmente se traza una hipótesis conciliadora en las dos generaciones y sus respectivas perspectivas sobre el deseo y el amor. Ambas partes, sin embargo, parecen llegar a una misma necesidad: la interacción real, de vínculo cara a cara, por encima de cualquier simulacro poco realista ejercitado en las redes sociales de la casi segunda década del S.XXI .
A nivel de contenido, entonces, parecemos estar ante una trama principal y dos secundarias cuyos tópicos no parecen escapar de lo “ya visto”. Sin embargo, no podemos ser tan exigentes cuando ya desde el S.XIX, señores rusos y teóricos como Vladimir Propp proponían aquel “nada nuevo bajo el sol” a través de 31 funciones narrativas básicas o, mucho más extremos, tantos especialistas cinematográficos hablan de las mismas seis tramas en los cien años de Hollywood.
UNA PIZCA DE TODO EN LA FORMA
Como sucede la mayoría de veces, especialmente en el teatro, el punto de apoyo fuerte se manifiesta por medio de la forma. Subtitulada como “Comedia teatral romántica contemporánea con toques de clown e independiente”, la propuesta no tiene problema en hacer salir por breves segundos a los actores de sus personajes para alguna risa suelta o para replantear alguna palabra mal dicha. La dirección aprovecha esa soltura para jugar con la metateatralidad (recurso ya visto en otras obras de la dupla Abrill–Carrillo como “Implosión/Explosión”) para no solo cuestionar la concepción de un sentimiento sino el modo de plantearlo en la ficción.
Conscientes de que las diez de la noche es un horario atípico para hacer función, pocas son las pausas que aparecen en el montaje. Esta dinámica se concreta gracias a las idas y vueltas de un quinto actante interpretado por Jóse Spigno, una especia de Puck, brujilla, ente mediador entre público y personajes que ahorra tiempo al exponer rápidamente contextos, tiempos y escenarios. El más importante: la llegada de un eclipse que funciona como evento detonador para la anagnórisis de cada personaje y la concretización de un aprendizaje específico. Se suman los paralelos entre el ritmo de la historia de los tres jóvenes (usualmente caótico y con alguna que otra pista electrónica) y la de la madre (cuya lectura de sonetos está siempre acompañada de alguna balada instrumental).
El fin de la función, a poco para la medianoche, transmite la sensación de haber cumplido con el rol de entretener con las dinámicas de la narrativa y el uso del humor a partir de la dramaturgia y, de paso, plantear un tema que todavía estamos procesando a causa de su actualidad específica.