LA SALA ES UN PERSONAJE

Aquella dicotomía entre teatro y danza en el campo de las artes escénicas parece comenzar a diluirse con la aparición de propuestas híbridas y diversos festivales. En “Ornithorhynchus anatinus”, doce actores-bailarines buscan romper los convencionalismos del teatro dramático dominante en la cartelera limeña. Sin embargo, adicionalmente en este proceso, adrede o casualmente, logran incluir a un décimo tercer actante casi vivo: la misma sala de teatro. ¿Qué procesos, entre luminotecnia y sonido, permiten crear esta atmósfera en la que público y artista parecen ser albergados por un ente animado?

LA SALA ES UN PERSONAJE

Escribe Erick Weis Bautista

Casos internacionales como “The nature of forgetting” del Theatre Re (FAE-Lima, 2017) o “Gala” de Jerome Bel (FAE-Lima, 2019) parecían trazar nuevos vasos comunicantes para acercarse a un público mucho más amplio (entiéndase menos especializado, incluidos nosotros, a nivel teórico) en el campo de la danza: eran trabajos concretos con historias o tesis comprensibles por medio de la música y el movimiento. “Ornithorhynchus anatinus”, no obstante ciertas similitudes, parece no tomar ese camino.

 

ROMPER LA LÓGICA

La maquinaria de la sala en toda su magnitud.

El espectáculo inicia y, como espectadores, estamos listos para encontrar la historia que intenta ser narrada. Pero el trabajo dirigido por Jorge Puerta (exmiembro y ahora artista invitado del Tanztheater Wuppertal Pina Bausch) nos niega el deseo con rapidez. En los primeros momentos intuimos alguna trama, ubicamos un par de personajes y pensamos estar ante el inicio de un nuevo viaje ficcional centrado en alguno de los primeros cuerpos sobre el escenario. De inmediato comprobamos que no es así: el mismo director sube al escenario a ratificárnoslo. Toma al mayor de los bailarines y juega a llevarlo al límite. Lo dirige.

Diversos grupos siguen apareciendo con movimientos que plantean la diversidad de lo físico. ¿Son pequeñas historias? Nada indica que sí. No estamos ante minitramas que eventualmente se cruzarán en algún clímax dramático: el director niega cualquier anticipación a la mente del espectador. Entre este juego de anticipos dramáticos frustrados, los cuerpos de los actores/danzantes nunca se detienen (sorprende un cuerpo femenino en avanzado embarazo con una rutina impecable). A pesar de la no-trama, la acción nunca se detiene.

En estas literales idas y venidas por todo el espacio, un elemento aparentemente complementario comienza a cobrar más fuerza. Es la misma sala de teatro, la cual acepta el reto, comienza a exigirse y a explorar sus propios límites ante la necesidad de los danzantes y su director. ¿Qué nos ofrece un espacio específico como el que posee el centro cultural de la Universidad Pacífico?

 

UN SER HECHO DE REFLECTORES

Verónica Garrido Lecca gestando y bailando.

En “Ornithorhynchus anatinus”, el espacio físico posee un rol fundamental (casi central) en el progreso/proceso de la obra. Como en la mayoría de montajes en la capital, luego del anuncio de la tercera llamada y las indicaciones generales de rutina, las luces de la sala se comienzan a apagar lentamente. Sin embargo, aquí nunca llega el apagón total: las luces que acompañan al público, a cada lado de la habitación, se mantienen levemente encendidas para anunciar una rutina distinta para los técnicos y sus consolas, pero también para los actores.

El uso de las luces comienza con timidez, aparenta un manejo técnico convencional durante los primeros minutos, pero no tarda en aparecer un primer elemento poco usual: desde un lado del escenario, una plataforma de luces móviles es empujada hacia distintas partes con la intención de iluminar de cerca el movimiento perpetuo de los bailarines. A esta herramienta no tarda en sumarse, poco a poco, otra plataforma parecida, un escudo de largas luces de neón, pequeños anillos-linterna, espadas luminosas (que no impedían pensar en sables láser) y un robot-aspiradora con una antena de luz blanca.

En el movimiento perpetuo de los doce integrantes en escena, que no tarda en ir más allá del escenario —desde las escaleras o entradas, sobre los asientos, hacia las salidas de emergencia o al borde del proscenio, retando al director en primera fila—, otros elementos luminotécnicos aparecen, apuntando periódicamente al público, pasando por nuestros rostros para luego iluminar esas pequeñas escenas abiertas a la interpretación que se suceden en cualquier rincón de la sala. Así, los reflectores organizan la mirada del espectador y la sensación que transmite el espacio deja de ser la típicamente estática.

Así, un componente se añade para reforzar la atmósfera creada por el juego hombre-máquina: más de cuatro líneas de metal de reflectores, tachos y luces bajan de la tramoya hasta la altura de la mirada de los asistentes. Cuarenta focos frente al público terminan de perfilar el rostro del gran monstruo-sala en el que nos hemos metido, son cuarenta ojos que retan a los artistas a un riesgo mayor.

Si bien la obra posee momentos de alta emotividad, no puede negarse la fortaleza específica de este clímax. Ante el reto del propio escenario, cinco bailarines se toman de una de las líneas de luces. El hierro comienza su ascenso hacia su lugar natural: una falla, pero los otros cuatro se resisten, se sostienen de la línea que se eleva hacia el techo, sus cuerpos se estiran y la distancia entre sus pies y el escenario crece. Uno de los siete actores restantes ingresa vestido de guardia de seguridad y pone fin a la maniobra, sus compañeros vuelven a tocar el piso y ojos de la sala regresan a su sitio.

 

LAS VOCES DE LA SALA

Poder de la luz en Augusto Montero y Roly Ávila.

A este despliegue visual se suma virtuosismo sonoro, envolvente y cuadrofónico. La mirada ya no busca sola situaciones, el oído refuerza lo que se ve y siente. Efecto usual en cines pero poco explotado en salas teatrales.

Sin diálogo, lo escuchado es una lista de canciones que iban desde pop en inglés y música electrónica hasta ritmos tropicales y baladas en español, seguramente seleccionadas con minuciosidad por el efecto disruptivo logrado cada cierto tiempo. Así, las letras y los instrumentos parecían ponernos alrededor de un multifacético anfitrión que bailaba a nuestro alrededor.

De este modo, y por casi dos horas, la sala no dejó que su presencia sea inocua. Parecía el bailarín número trece: el actor invisible, como diría Yoshi Oida. Con “Ornithorhynchus anatinus” puede comprobarse cómo los límites de la creación escénica no solo están en las fronteras físicas y en la presencia de sus actores, sino en el diseño y despliegue técnico. La sutil armonía bailarín-técnico, hombre-máquina da como resultado una atmósfera que agarra al espectador desprevenido y no le permite atisbo de pasividad.

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