JULIO RAMÓN RIBEYRO Y EL TEATRO

En esta crónica publicada en diciembre de 1995, en el tercer número de la Revista “Textos de teatro peruano”, el dramaturgo Hernando Cortés hace un recuento de las vicisitudes que representó montar “Vida y pasión de Santiago el pajarero”, la primera obra de teatro escrita por Julio Ramón Ribeyro, así como un recuento por la producción dramatúrgica del reconocido cuentista.

JULIO RAMÓN RIBEYRO Y EL TEATRO

Escribe Hernando Cortés

Corría el veranos de 1953. En Madrid, en el cuarto de una pensión familiar ubicada en la calle Sagasta, 23, nos reuníamos, en las tórridas tardes madrileñas, Julio Ramón Ribeyro, en aquel entonces solamente Julio, Enrique Pinilla, para los amigos y parientes Paco, y yo.

Edición conmemorativa por el LX aniversario de la ENAD y el XXV del INC.

La ciudad, desierta de espectáculos, esperaba la llegada del otoño para iniciar sus temporadas. En la pensión para dos estudiantes y un loco, Luis, hijo de la casa, alquilaba un cuarto, Paco, quien seguía cursos de música en el Conservatorio y de cine en el Instituto de Experiencias Cinematográficas de Madrid. Julio estudiaba periodismo en la Universidad Central y yo escapaba de Salamanca donde seguía la carrera de Derecho. Y allí, en Sagasta 23, huyendo del sol, leíamos los tres, obras del teatro clásico del siglo XIX y XX: Ibsen, Andreiv, Chéjov, Strindberg, Büchner, Pirandello. Los tres, ávidos de teatro, de esa presencia física inmediata entre el drama y el espectador, nos instaurábamos como público ante los clásicos, en aquella habitación de Madrid. Pronto, muy pronto, dos de los espectadores, impacientes, deciden crear su propia obra. Julio y Paco comienzas a esbozar con mi ayuda –ya que yo había estudiado en la ENAE de Lima y asistía por aquellos años a los ensayos del Teatro Español Universitario de Salamanca- el desarrollo del plan de lo que sería “El tractor quedó atascado” que alcanzó las últimas escenas, completadas más tarde –eso creo- por Paco solamente.

Ya en París y a principios del 55, pobres como andábamos, sin poder comprarnos un boleto para los espectáculos teatrales, leíamos –esta vez en francés- a los tres clásicos del siglo de Luis XIV: Moliere, Corneille y Racine, por el que Julio tenía una marcada inclinación.

En 1958 el azar nos reunió en Berlín. Julio se albergaba en la pensión del derrotado Conde Josupeit, coronel del Ejército alemán durante la guerra. Demente que pasaba la mayor parte de su tiempo extasiado ante el óleo de su hijo muerto. De su permanencia allí Julio escribió un intrigante cuento. En Berlín acudimos juntos a funciones de teatro en las que entendíamos las acciones dramáticas a medias. La magia del espectáculo sin embargo nos atrapa. También por pura coincidencia, Julio y yo regresamos al Perú a bordo del mismo barco: el Antoniotto Usodimare. Estamos en 1959. La Municipalidad de Lima convoca a un concurso de teatro. Julio Ramón me comunica su propósito de presentarse y escoge como punto de partida una tradición de Ricardo Palma que tiempo atrás lo había impresionado. Y no para hacerla teatro precisamente. Pero, ¿por qué no?, me preguntaba.
-Es un rebelde. Y yo desde siempre me he interesado por los rebeldes. Aunque fracasen en vida su obra no muere.
Esta era realmente su primera pieza teatral. Algunos nimios consejos le di acerca del asunto de la puesta en drama de la tradición de “Santiago el volador” que finalmente tomó el nombre completo de “Vida y pasión de Santiago el pajarero”.

A diferencia de su obra narrativa, Ribeyro creía que el teatro debía ser el campo de batalla de verdaderos luchadores que combaten por la transformación de la sociedad. De allí que “Santiago…” no fuera sino la primera parte de una trilogía que comprendía “Atusparia”, obra posteriormente estrenada, y “Sócrates”, de la que no sabemos si existe un plan, escenas o algún esbozo.

Portada de la primera edición editada por la UNMSM.

La obra de Ribeyro gana el primer premio, lo que no compromete a la Municipalidad a llevarla a escena. El grupo Histrión, Teatro de Arte, se interesa por presentarla en su temporada del año siguiente. Y él me designa como director del montaje. El estilo de la comedia era de suma sencillez y de un desarrollo de argumento sin complicaciones. Tal creo que es la forma de redacción que caracteriza también la obra narrativa de Ribeyro: sencillez y acción directa. De modo que la labor del director consistía, justamente, en hacer que las acciones de la comedia discurrieran fluidamente y sin demasiado aparato. Eso me hizo comprender que los decorados, por ejemplo, no debían multiplicarse sino más bien simplificarlos al máximo. Un solo dispositivo escénico que con detalles sucesivos pudiera ir demostrando en qué lugar se encontraban los personajes. Un color sobrio con el objeto de que no interfiriera el fondo en la visión del espectador. Procurando que la acción corriera directamente hacia su meta, por consejo mío, Julio suprimió una escena protagonizada por el personaje de Baltazar Gavilán, cuya relación con Santiago se operaba a través del trovador Basilio y no comprometía –dicha escena- el desarrollo del asunto. Julio estuvo de acuerdo y parece que no solamente en el montaje se hizo desaparecer tal escena; ocurrió lo mismo en las ediciones de “Santiago el pajarero”.

La interpretación de los actores fue lo más sobria posible, hasta el punto que la primera escena nos parecía en los ensayos demasiado escueta. Llena de pausas la hacíamos y un poco lenta. Y quedaba tal vez siendo una especie de prólogo a toda la pieza esa primera escena en el Cerro San Cristóbal entre Santiago y Rosa Luz. Aparecía en la escena siguiente Mario Velásquez en el papel de Basilio con su guitarra, su voz, los versos que escribió Romualdo y la música de Iturriaga, componiendo un carácter alegre, dicharachero, furtivo, encantador. La comedia avanzaba en la interpretación magnífica por sórdida, hipócrita, intrigante, de Raúl Medina en el papel del barbero. Pero para Julio Ramón Ribeyro y para los públicos inteligentes, la creación del catedrático Cosme Bueno hecha por Pepe Velásquez nunca podría ser superada. Iba más allá de lo que el mismo autor había imaginado al crear dicho personaje. Carlos Velásquez y Vidal Luna interpretaban los papeles, respectivamente, del Virrey Amat y del Duque de San Carlos, en carne propia. Gabriel Figueroa y Helena Huambos se entregaban apasionadamente a personificar a Santiago, el primero, y a Rosa Luz, la segunda. Si acaso una buena crítica en los periódicos hubiese podido anotar extrañada que el papel protagónico era el de Basilio el coplero y no Santiago el volador. Nunca conversamos sobre ello con Julio Ramón, así que tal vez él también consideraba a Basilio el protagonista pese al título de la comedia y a la significación del pajarero.

Reparto de la primera representación, dirigida por Hernando Cortés.

El ensayo general en el auditorio de La Cantuta me sumió en un mar de confusiones, de modo que la obra estrenada en el Teatro Segura en adelante estaría controlada por Pepe Velásquez como director de escena. La explicación: el montaje y los ensayos por partes no me dieron la imagen que yo guardaba en mi cabeza. El ensayo general me dejó abatido. Julio Ramón Ribeyro y el grupo Histrión lo supieron antes del estreno. La temporada en el Segura fue un éxito sin precedentes en obra de autor peruano.

En la década del 50, entre Julio y yo hicimos una especie de competencia sobre un asunto que habíamos conversado en varias ocasiones: una mujer soltera alquilando trajes de novia y obsesionada por el matrimonio y el amor. De esto nacieron dos pequeñas piezas: “Los viejos amadores de la casa de novios” que publiqué en la revista Letras Peruanas que dirigía Jorge Puccinelli, y “El último cliente” de Julio que dirigí en La Cabaña con la producción del Teatro Universitario de San Marcos, en un espectáculo que se tituló: “Programa de Teatro Peruano”, con tres estrenos: la comedia de Ribeyro, “El gallo” de Víctor Zavala y “Carnet de identidad” de Juan Gonzalo Rose. En esa ocasión yo hacía –además de dirigir las tres piezas- el papel de El Cliente. El estreno se presentó en el año 1966. Años después y siempre por envíos de obras recién acabadas, Ribeyro me entrega sus últimas producciones teatrales para que yo las estrenara. En el Teatro Universitario de San Marcos, estrené también “El uso de la palabra” y “Confusión en la prefectura”, dos piezas breves que puse en escena. En el Taller de Teatro de la Universidad de Lima, por donde pasé raudo, estrené “El último cliente” y una nueva obra “Área peligrosa”, que tuvo mucho éxito y que, años después, repuse en San Marcos. La más reciente puesta de una obra breve de Ribeyro que he presentado es “Fin de semana” –adaptación hecha por él mismo de su cuento “La piel de un indio no vale nada”. Julio Ramón asistió a dicho estreno en el Teatro Universitario, el 6 de marzo de 1993.

Elenco del montaje de 1995, dirigido por Ruth Escudero. Nótese, entre otros, a Mario Velásquez, Marisol Palacios, Leonardo Torres Vilar, Ismael Contreras, Carlos Tuccio y Manuel Calderón.

En 1983, tuve en mis manos un drama importante de Ribeyro –la segunda parte sobre su trilogía sobre los rebeldes- “Atusparia”. Desgraciadamente, él se encontraba en París durante el tiempo en que el Teatro Nacional (TNP), bajo mi mando, llevó al escenario de La Cabaña la obra. El elenco era numeroso, los decorados muchos. Hicimos una escenografía múltiple con varios ángulos que representaban lugares diferentes y uno central donde transcurrían los momentos más importantes: la derrota de Atusparia, su muerte envenenándose, los deslizamientos de personajes en largos terrenos. Con un reducido presupuesto conseguimos toda la prestancia que el asunto requiere. Yo tomé para mí el papel principal: el de Atusparia. Y salvo los comentarios de gentes que “saben de teatro” (?), la temporada reunió a un público en buen número. Indudablemente era difícil hacer los cortes convenientes para que el argumento no se detuviera demasiado en el camino. El teatro es un género que no se practica en la casa frente a una máquina de escribir. Se hace en un escenario.

El tema era complejo, con acciones simultáneas, con varios finales. Todo ello lo resolvió Julio Ramón con su acostumbrado conocimiento de las tablas. Él fue siempre un espectador crítico y también un dramaturgo crítico, pero ahora se encontraba a miles de kilómetros de distancia de su objetivo: el estreno de su obra dramática. Después de un intercambio de algunas cartas y sin la posibilidad de palpar el asunto por sí mismo, Julio Ramón optó por entregarme a mí la responsabilidad del texto. A mi entender, ni se traicionó el espíritu de la obra ni se perdió nada principal. Fue un buen resultado y un buen estreno.

Tan solo dos obras: una breve y una larga, no me ha sido posible todavía llevar a la escena. Estas son: “El sótano” y “Los caracoles”. Digo esto porque él siempre pensó que yo era quien debía estrenar todo lo que su pluma creaba para el teatro. Tal como ocurría entre Jean Giraudoux –el autor- y Louis Jouvet –el actor- donde la competencia en el campo teatral era tan estrecha –Giraudoux ha escrito para los libros también- como si el segundo plasmara en la realidad del escenario lo que el primero imaginaba en su fantasía. Así han operado algunos autores en la vida teatral desde hace siglos. Quiero decir que aún tengo una deuda con mi amigo, que será dirigir la representación de esas dos obras.

Una semana después del recibir el Premio Juan Rulfo de México y concebir el proyecto de viajar a Nueva York, lo que llevó a cabo, se dio una vuelta en agosto de 1994 por el Teatro Universitario pues quería ver “Verdolaga” de Abraham Valdelomar. Esta fue la última ocasión que tuvo Julio Ramón Ribeyro de acudir a una sala de teatro.

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