ENTRE PRESENCIAS Y APARIENCIAS REALES
Escribe Karlos López Rentería
En la Grecia antigua, la confusión frente a la naturaleza fue el signo de la —ya entonces inaprehensible— realidad. Era el estremecimiento de la tormenta, los vientos, rayos y truenos, el escenario para la creación de mitos que ayudarían a suavizar los duros bordes que siempre ha tenido lo real. Entre estos mitos, los pastores tuvieron a Pan, el semidios cercano a Dioniso, que con su flauta enloquecía a quien esté cerca. La sonata de Pan sumergía a quien la escuche en un delirio profundo del que nadie quería ser presa. Y a ese terror súbito le llamaron ‘pánico’.
Tomando este mito, dos mil años después y cruzando territorios de la cultura pop, los artistas Fernando Arrabal, Alejandro Jodorowsky y Roland Topor, fundaron en 1962 (atendiendo los conceptos de terror, humor y simultaneidad) el movimiento Pánico. Una suerte de extensión y variación del llamado teatro del absurdo, el mismo que ponía en crisis los dispositivos del lenguaje en escena y que se asocia automáticamente a nombres como Samuel Beckett o incluso Harold Pinter.
Casi cuarenta años después, saltando de la vieja Europa a nuestra América Latina, Rafael Spregelburd utiliza la palabra pánico para nombrar la quinta obra de su “Heptalogía de los pecados capitales” (“La heptalogía de Hieronymus Bosch”), la misma que completan: “La inapetencia”, “La extravagancia”, “La modestia” “La estupidez”, “La terquedad” y “La paranoia”. Cada pieza es equivalente a uno de los señalados por El Bosco en “La tabla de los siete pecados capitales”, siendo para “El pánico”, la pereza, el pecado entramado en este policial del que el mismo autor dice:
“El pánico es además un estiramiento extremo de esa idea poética que valora al sentido por sobre el significado. La apuesta es alta. Se trata de construir una obra sobre lo Trascendente pero usando exclusivamente ladrillos de Banalidad. Lo trascendente debía aparecer por estricta omisión. El encadenamiento de las situaciones es caprichosamente tenue: incluso cuesta destacar la línea central (la búsqueda de la llave del Banco Tornquist), porque todo está mellado por la monstruosidad entrópica de la dispersión. Pero los personajes no lo saben. El pánico, como todo relato policial, cuenta una historia secreta mientras aparenta contar otra a viva voz. Pero es ese nudo profundo —quizás sólo expuesto a la intemperie en el abrupto, incómodo final— el que nos animó a explorar de lleno el vacuo e intrincado camino de las apariencias. La convivencia híbrida de lo banal con lo trascendente está –para mí— en la matriz de toda pregunta por el sentido del teatro” (1).
POR Y PARA ESTUDIANTES
Recordemos que en Perú, del autor solo habíamos podido ver en 2017 “La extravagancia” y “La terquedad” (también “Lúcido” en 2012, aunque no forma parte de la heptalogía). Esta vez, de la mano del director Jorge Chiarella Krüger, la Especialidad de Teatro de la Fares trae a escena “El pánico”, obra, que junto a “Veinte mil páginas” de Lukas Barfuss, fueron las elegidas para que los estudiantes del octavo ciclo realicen sus prácticas profesionales como parte del último semestre de actuación cursado.
La elección del texto de Spregelburd tiene la feliz coincidencia de ser pensada en contexto de estudiantes culminando su carrera teatral. Y es que fue así como en 2002, en una residencia con estudiantes egresados de la Escuela Nacional de Arte Dramático de Buenos Aires (hoy IUNA), surgió “El pánico”. La versión del texto con el que trabajan los estudiantes de Fares es la de 2004, que tuvo algunas modificaciones en relación a la del estreno de 2003, y que les permitió a los dieciocho estudiantes peruanos alternar personajes entre funciones en su corta temporada en el teatro del Centro Cultural PUCP.
La obra original da cuenta de una dramaturgia escénica más que literaria. Fue escrita sobre los ensayos de los actores, a pie de escenario. Es decir, pensada en su funcionalidad directa con lo orgánico de las improvisaciones. Esta es la clave de su sistema biológicamente articulado. Chiarella Krüger parece entender esto y trabaja con su equipo de actrices y actores buscando el ritmo de la simultaneidad, de las interrupciones, de la dispersión. Su privilegiado oído musical le permite percibir lo que necesita y evitar lo que no. Por mencionar, la acertada decisión de poner en voz en off las acotaciones de las doce escenas que conforman la obra. La voz usada le pertenece al propio director, coincidencia que comparte con el mismo Spregelburd que prestaría su voz para otros momentos dentro de su versión original de 2003.
El entramado es complejo. Lo que se cuenta está siempre corriéndose del eje central. A medida que se van construyendo y articulando las subtramas de los diferentes contextos (legal, psíquico, paranormal) prepara un mundo particular al que hemos llegado sin seguir una línea recta. Pero creer que la obra es incomprensible daría cuenta de nuestra pereza intelectual. La obra está en constante movimiento. No avanza hacia el final, pero se mueve y eso garantiza su vida. Claro, sabemos que la línea entre lo vivo y lo muerto es muy delgada.
Si bien la historia de la búsqueda de la llave, de la familia Grynberg-Sosa-Sebrjakovich es la trama reconocible, le prestó especial atención a la figura de la agente inmobiliaria, Rosa Lozano (Giuliana Muente), quien inaugura (y clausura) la obra al confesar no gustarle su trabajo de ventas, pero que igual tiene que vender, porque si hoy ella vende o (alquila) podrá al fin comprarse la medicación que necesita con tanta urgencia. Una vida en pánico perpetuo.
“Hay muchos caminos y no llevan a ningún lugar”, dice Lourdes, la viuda, tras haber agotado las estrategias más dispares para encontrar la llave. Las obras de Rafael también abren caminos que parecen conducir a la nada, pero nos llevan, con seguridad, a un punto obligado de tránsito: el lenguaje mismo, eso que se está construyendo permanentemente y que escapa del terreno de la utilidad conversacional. Y en “El pánico” estos caminos nos hacen atravesar las más desesperadas estrategias, modificando nuestra percepción y renovando la expectativa permanentemente del relato. En esto es crucial la labor de las actrices y actores, al ponerse al servicio del ritmo de las historias simultáneas e interrumpidas, registrando el sentido que van produciendo y que varía según el tono en el que se encuentren.
La muerte del padre es otra clave. No solo murió Emilio, quien es padrastro y hermanastro a la vez, sino también el padre de la gerente Cecilia Roviro en circunstancias extrañas. Lo paternal ha desaparecido. Recordemos que en la tabla de El Bosco, el centro es el ojo divino, padre, hijo y espíritu, trinidad que ahora comparte Emilio. Pero en la Tabla de Spregelburd ese centro es ocupado por el lenguaje. Seguramente ese es el paradigma intraducible, aunque arriesguemos deducciones.
Sobre lo señalado, la superposición de escenas que pueden ir de la parodia al terror súbito, descomponen a veces la significación al desviar su uso; en casa de la familia Grynberg- Sosa-Sebrjakovich, escuchamos una voz mientras la escena se desarrolla. ¿De dónde viene esa voz? ¡Ah, es la voz de Jessica, la hija! Está pensando y escuchamos su pensamiento. Abruptamente, Betiana pregunta por esa voz y descubrimos que Lourdes, la mamá, habla por teléfono en otra habitación. Todo esto provoca deslizamientos que llevan a zonas límite con signos que inicialmente parecían inocuos pero que van tomando sentido en un nuevo orden; la policía en la cárcel deja de ser la autoridad del castigo para ser lo que también es o debería ser, un servidor público que te ayuda cuando lo necesites, aunque lo que necesites sea que alguien te riegue las plantas en tu casa.
El manejo de la escena de la fiesta es delicioso, destacando el conmovedor rol de lo femenino en la vidente Susana Lastri (gran trabajo de Valentina Saba). La ejecución del plan de traducir sin éxito la ponencia sobre paradigmas del alemán. La pericia del ensayo progresivo del grupo de danza contemporánea que ensaya erráticamente la misma historia que cuenta la obra: la del “Libro de los muertos”.
YERRO Y PERSPECTIVA
El equipo de Fares decide, en su versión, dividir la obra en dos actos. Cierra, el primero, la escena de pelea de las bailarinas reemplazante y reemplazada, cuyo desenlace es la cumbre del terror por la violencia ejercida. Creemos que una murió. Iniciado el segundo acto, vemos a esta bailarina (conmovedora Michelle Vallejos) en la fiesta, “hecha mierda”, pero viva y en ambiente de fiesta.
Sin embargo, la fluidez lograda por el equipo, se ve cortada por los cambios de escena (tópicos de contraluz y música de fondo) que podrían evitarse si se consideran sobrantes las modificaciones de escenografía. Es decir, la espacialidad diseñada para cada escena ya está delimitada en la voz en off que indica dónde ocurren las escenas: piso de Regina, piso de la Familia Grynberg-Sosa-Sebrjakovich, sala de ensayo de un grupo de danza contemporánea, un banco, una cárcel. Esto, sumado al básico planteamiento de vestuario y a la torpe resolución de la secuencia final, son los puntos que debilitan el montaje.
Me pone muy contento descubrir que, en mi criterio, el trabajo más interesante de la temporada, sea hecho por estudiantes culminando su periodo de formación. Y que un director como “Coco”, proveniente de una tradición más clásica, haya sabido conducir un proyecto contemporáneo y fresco. Tenemos juventud y eso debería esperarnos siempre en el teatro, tengamos la edad que tengamos, en cualquier momento y tono de nuestro relato personal.
Aplaudo con entusiasmo el sentido de grupo logrado. Aún hoy, dos días después de la función a la que asistí, me acompaña el eco de las palabras de Lourdes (alto trabajo de Viviana Pereyra para convencernos de ser la mamá de sus compañeros de la misma edad) y que parecen explicar lo que sucede cuando vamos al teatro: “¡… vienes a llenarme de promesa, de esperanza, y yo te creo, te creo porque estoy hecha mierda!”
– – – – –
(1) Rafael Spregelburd, prólogo a sus obras teatrales “La estupidez” y “El pánico”.