CIENCIA SIN ROMANTICISMO
Escribe Mimí Bregante
Probablemente el nombre del inglés Nick Payne en algo te suene: es el guionista de “Wanderlust”, serie fascinante que en septiembre del año pasado se estrenó en Netflix. Ingeniosamente escrita, la naturalidad con que Payne describe y reflexiona sobre las relaciones de pareja, en que conjuga en medida justa el humor y el drama más denso, ha sido clave para su éxito en la plataforma de streaming.
Pero bien, estas son cualidades que han marcada la obra de Payne que, valga recalcar, no tiene más de diez años de graduado como dramaturgo. El texto de “Constelaciones” posee similares características, resaltando –nuevamente– el diálogo duro, el cual deberá verse maximizado por los dos actores que interpreten a esta pareja, ya que el libreto está exento de didascalias.
Así que actoralmente todo es posible. No solo por esta condición de escritura (bien decía Peter Brook que “los mejores dramaturgos son los que menos acotan”) sino porque el autor propone como base de esta historia el choque de las dos grandes teorías que intentan explicar el funcionamiento del mundo: la relatividad y la física cuántica, lo que abriría la posibilidad de la creación infinita de multiversos o, como explica Marianne, la protagonista, “por cada decisión que tomes hay otro tú tomando una decisión distinta en un universo paralelo”.
Lo que vemos, entonces, son fragmentos o cuadros de esta relación repetidos una y otra vez pero en un juego constante de sus posibilidades. Una suerte de nueva oportunidad pero sin ser esta una opción consciente. Y eso es lo interesante de la obra: no busca hacer el inútil ejercicio de preguntarnos “¿qué hubiera pasado si hubiera hecho o dicho aquello en vez de esto otro?” Puesto que entre todo y nada todas las eventualidades del amor son posibles, el espectador se convierte por imposición en un fisgón que ve transitar estos varios mundos que los protagonistas ignoran, resignándose a contemplar los caminos que se dilucidan ante cada error o acierto, sin posibilidad de advertirles nada. Al espectador solo le queda una satisfacción fatal e imperiosa tras comprender la diferencia entre decisión y destino: la verdadera clave actancial.
Sin embargo, este viaje emocional no cumple la expectativa, perdiéndose en los primeros treinta minutos. Superado el truco inicial, entendiendo los saltos en el tiempo que finalmente sirven para narrar una misma historia, las decisiones tanto de montaje como de interpretación no sostienen el riesgo constante que el texto plantea. Los efectos de luz y sonido para hacer los cambios de escenas y universos, se agotan rápidamente, perdiendo efecto, volviéndose predecibles. Y aunque la falta de escenografía no puede calificarse de minimalista (las irregulares cintas en el suelo no suman, como tampoco las telas blancas del fondo, elementos que no se integran explícita o simbólicamente a lo que se cuenta, perdiéndose también la chance de darle mayor alegoría a otras figuras recurrentes como lo son el cosmos, la miel o las abejas), sí es un acierto no disponer de utilería como evitar mimar el uso de elementos.
Es por ello que la dramaturgia actoral se vuelve imprescindible. En ese sentido, Gisela Ponce de León posee muchas más herramientas y destrezas, sutilezas sostenidas en su amplia experiencia. Sin embargo —y a pesar que admiramos mucho su versatilidad—, aquí no llega a deslumbrar, a imponer una diferencia con la creación de su personaje, sino que sentimos que vuelve sobre lugares conocidos (conocidos para quienes seguimos su carrera), cierta repetición de sus formas. Creemos que en parte se debe a que su compañero escénico, Jesús Neyra, no la reta lo suficiente. Su ejecución termina siendo lineal, explorando poco en los límites de la impulsividad y la contención (las dos escenas violentas no completan dicha perspectiva: los gritos o la intención de golpearla, llegan más como marcaciones, como el movimiento que toca hacer, antes que como proceso del personaje). Aunque es notoria la disparidad interpretativa, en ningún caso los personajes superan a los actores, situación desoladora para el público porque un texto que permite jugar con eventos que sucedieron, que podrían suceder y que quisieran que sucedan, propicia tener una obra memorable. El tiempo puede ser irrelevante al nivel de los átomos y las moléculas –como explicará Marianne–, pero no lo es en el teatro. A pesar de ello, estaremos atentos a los nuevos trabajos del director Rodrigo Falla, cuyo trabajo resaltamos en la comedia “No pensé que era amor”. A seguir explorando sobre su propio lenguaje escénico que para eso es la juventud.
Ficha técnica | |
Dirección | Rodrigo Falla Brousset |
Asistencia de dirección | Vera Pérez-Luna |
Dramaturgia | Nick Payne |
Elenco | Gisela Ponce de León, Jesús Neyra |
Música original | Alien the Kid |
Producción | Lima New Stage Group |
Lugar | Teatro de Lucía |
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