EN EL NOMBRE ESTÁ EL ESTIGMA
Escribe Eliana Fry García-Pacheco
¿Quién habita el cuerpo de una mujer? Cuando ella decide que sola no se basta y que necesita de otro, de un hombre o de un hijo, pero ninguno llega, ¿queda su cuerpo hecho un amasijo de cuerdas y tendones, un revoltijo de carne con madera? Así es Yerma, una mujer recientemente casada que ha convertido el anhelo de un hijo en un imperativo de vida. La frustración no tarda en aparecer pues, pasan los años de matrimonio, y no hay asomo de prole. Pero repito, su nombre es Yerma, sinónimo de árido, infecundo, deshabitado. ¿Pero es este su sino?
Es innegable que entre los espectadores, la incomodidad se apodere rápidamente de las mujeres sentadas en el patio de butacas, a pesar de los confortantes asientos del teatro La Plaza. Las preguntas nos arroyan una tras otra, casi que nos sobrepasan mientras se suceden las escenas. ¿Por qué Yerma se ha obsesionado con ser madre? ¿Es realmente una necesidad? ¿Y por qué yo no la experimento? ¿Me podrá pasar, sentir ese impulso al punto que modifique mi certeza de no querer hijos en mi vida? ¿Por qué no goza de su tiempo, de sus amigas, de su esposo, de su casa, de otras y nuevas actividades?

Retrato de la directora Nishme Súmar.
No es casual que en tiempos en que las revoluciones sociales llevan rostro femenino se cuestione la maternidad como la posibilidad inevitable de realización personal. Así, la directora Nishme Súmar escoge un texto muy poco montado en nuestro medio pero que conforma un pilar importante de la trilogía teatral de Federico García Lorca, junto con “la casa de Bernarda Alba” y “Bodas de sangre”. Fechada en 1934, “Yerma” vuelve a cuestionar los imperativos sociales a los que son condenadas las mujeres en desmedro de su libertad.
Inteligentemente, las decisiones escénicas de Súmar generan ambigüedad constante respecto del punto temático central. Desde que se ingresa a la sala, la delicadeza impacta: la paleta de colores escogida sobre terracota, las actrices calentando frente a nosotros en etéreos movimientos, los estampados de sus vestidos, la vaporosidad de sus telas, la placidez del sonido de un violín. Hasta que ingresa Urpi Gibbons como Yerma (verdadero gusto verla actuar nuevamente, aunque recordemos que en 2016 trabajaron juntas en “Creoenunsolodios”). La delicadeza de lo experimentado no se pierde y hasta se refuerza en los matices de su voz, en su caminata descalza a puntas de pies. Pero se entrevé una fuerza contenida que es realmente la que guía sus movimientos.
Mientras la historia va desenmarañándose, una no sabe si se enfrenta a un elogio de la maternidad (lo que sería enteramente válido) o al cuestionamiento de su utilidad para trascender como mujer. Esta dicotomía asumida por la directora convierte el espectáculo en un montaje complejo. Indefectiblemente afecta escuchar en la boca de Juan —el marido de Yerma, quien claramente ha manifestado no desear hijos— decir que se casó por ella misma y no por los hijos que podría darle. O a una de las lavanderas agradecer no haber sido “bendecida” aún con hijos para así disfrutar (sexualmente) de su marido. “Con no tenerlos vivimos más tranquilas”, asegura.
Pero tampoco se crea que Juan es el prototipo del neohombre. Muy por el contrario. A pesar de no reclamarle a Yerma ser madre (y que parte de lo interesante está en la posibilidad de que él sea el estéril), sí la somete a comportamientos restringidos, lleva a sus hermanas a casa para que la vigilen y da desmedida importancia a la chismografía local, injuriada por otras mujeres, dicho sea de paso. Esa es la segunda arista vital de la lectura de Súmar sobre este texto, que todos los personajes son víctimas de esta construcción social machista que tiene centurias y que se confronta y revela cuando Yerma rompe con los paradigmas de comportamiento de una esposa.
CEREMONIA DEL CUERPO

Yerma, en trance de fértil purificación.
Si el “talento es el coraje de experimentar”, como afirma Viola Spolin, académica teatral estadounidense, no cabe duda que Nishme Súmar es una de las directoras más talentosas de esta ciudad. En su mirada, Juan no necesita morir a manos de Yerma, como plantea originalmente García Lorca. Hacia el final, hemos comprendido junto con ella que, en efecto, habita en la mujer una fuerte naturaleza creadora que no está necesariamente ligada a la descendencia familiar. Así, cuando grita como última línea “¡he matado a mi hijo!”, hay un rugido de desaprensión, doloroso, sí, pero es también un clamor de nueva vida.
El símbolo escenográfico que la rodea no es menos potente e influyente en la curva de su personaje. Yerma está siempre al centro altísimos paredones agrietados, irregulares. Parecen revestidos de arcilla, polvo de tierra (tierra que acoge, tierra en la que se cosecha), utilizado para hacer cerámica, técnica de manufactura que necesita del agua, aire y fuego para su proceso de trasformación, para convertir el barro en objeto sólido, bello y brioso.
Si bien la directora ha tratado de neutralizar el espacio físico para no referirlo directamente a ningún lugar o tiempo específico, es imposible no asociarlo a ruinas de arquitectura prehispánica (como Caral o Chan Chan). Además, si bien el texto original trae cantos y partituras de índole flamenca, hay variaciones musicales cercanas a lo afroperuano (arreglos que se hicieron de la mano del guitarrista Ernesto Hermoza). Lo mismo ha sucedido con la escena conjuradora, llevándola a ser un rito de tonos chamánicos; o el penúltimo momento, el de la romería, que posee carácter de misa andina y mitos quechuas.
El teatro es el espacio del cuestionamiento constante, el recordatorio de que nada es lo que parece, la alteración del status quo. Y “Yerma” lo consigue. Porque como bien proclama la poeta italiana Alda Merini: “¿Quién dice que la verdad de la mujer es limitada? ¿Que no debe tomársele en cuenta? Por el contrario, la mujer está llena de profecías, en sus manos está el destino del mundo”.
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