MÍRAME: YO SOY TU ESPEJO

Con “Hamlet”, La Plaza cierra un año de darle una mirada contemporánea a varios clásicos del teatro universal. Sin embargo, este es el reto más corajudo que la directora Chela de Ferrari ha asumido en toda su carrera. No solo desmantela la obra de Shakespeare para quedarse con lo esencial sino que el elenco está íntegramente conformado por actores con síndrome de Down.

MÍRAME: YO SOY TU ESPEJO

Escribe Eliana Fry García-Pacheco

“¡Yo no quiero ser especial!”, responde una enfurecida Ofelia a Polonio, su padre. El adjetivo ha sido utilizado como un eufemismo para evitar hablar directamente de su condición, el síndrome de Down. Evitar, sí; pero también proteger, prevenir el daño, hacerle entender que para ella la vida será menos sencilla que para el resto, que la discriminación casi no podrá ser disimulada. “Hazme caso, yo sé lo que te conviene”, insiste él, en una reacción innegablemente natural de un padre que ama a su hija, quien entre dolida y frustrada abandona la estancia, dejándolo solo. Ahora Polonio voltea al público y nos interpela sin los filtros que tuvo para con ella: “¿Creen que es fácil tener una hija así? ¿Ustedes se van a hacer cargo de ella cuando me muera? ¡Ustedes solo miran! ¿Creen que tener una hija con síndrome de Down es algo para celebrar? Yo sí”.

No han pasado ni quince minutos de empezada la obra y la crudeza de su intimidad vuelve a remecernos. El primer cuadro había sido el parto explícito de un niño que podíamos reconocer distinto, pero cuya madre exigía abrazar aún cuando no había terminado de salir por completo del vientre. Un abrazo urgido, en el que se mezclaba la felicidad y el asombro. Un abrazo, sin embargo, colmado de incertidumbre, tal cual las palabras de este Polonio, sostenido en un solvente Manuel García, cuyo rostro posee la marca del cromosoma 47, huella ineludible por la que hoy grita y lucha para evitar que devenga en estigma.

 

¿ES ESTO VALENTÍA?

Jaime Cruz trabajó varios años en el Teatro La Plaza.

En tiempos de paradigmas estéticos, de cualidades y perfecciones exacerbadas, tal vez sí sea osado y plausible hacer cuenta de nuestras imperfecciones, reconocerlas como constructo esencial de nuestra identidad. Así, esta pregunta que nos hace Octavio Bernaza parado desde una butaca en primera fila, retoma el via crusis primario de Hamlet: ¿ser o no ser? Qué ser es siempre difícil de responder. Qué no ser resulta levemente más sencillo: no ser juzgado, no ser maltratado, no ser rechazado.

Para Chela de Ferrari y su equipo, nunca cupo duda del rumbo que esta versión debía tomar. Jamás se intentó hacer una adaptación, siempre fue atravesar los tormentos y temas de la historia del príncipe de Dinamarca (idea que, sin desdeñar en absoluto su valor, nos recuerda a un ejercicio documental audiovisual similar que en 2014 se realizó en Inglaterra) con la vida de ellos para así comprender que estamos hechos de la misma materia. Y es que qué significa ser para personas que no tienen espacios de representación, en una sociedad que los considera como una carga y anula su autonomía. La honestidad de los ocho actores sorprende tanto por su radicalidad como por una envidiable autopercepción de su condición. En esta sala no hay espacio para tabúes.

 

METATEATRALIDAD

Cristina León-Barandiarán y Álvaro Toledo, invitando al público al escenario.

Ahora me es imposible evitar la primera persona en este texto que se supone trata de tener una mirada imparcial sobre la experiencia escénica, pero es que no puedo no hablar desde mi quehacer como teatrista. Sucede que hay algo que los actores buscamos con apetito impetuoso: la verdad. Lograr verdad en el escenario es para nosotros casi como haber encontrado el Santo Grial. Bueno, no es que sea un imposible pero requiere de un despojamiento de ego, concentración y conexión tal con el que se tiene al frente, que no es algo sencillo de dominar.

Y si algo se agradece en “Hamlet” es la seguidilla de momentos verdaderos que sus actores consiguen. Sucede que en ese escenario no había pretensión alguna. Y los actores neurotípicos —es decir, como nosotros— lo somos (toca ser autocríticos). Pasa que en este esfuerzo por la gran transformación (esa que Hollywood suele premiar con estatuillas), en el reto por manifestarnos versátiles, incluso en el intento por llamar la atención con nuestro trabajo a fin de impulsar nuestra carrera, inevitablemente el personaje se pierde y aparece el actor en el escenario. El actor con sus cuestionamientos y deseos, olvidando la ficcionalidad, perdiendo el momento de asir la verdad.

Por eso cuando Jaime Cruz, el factótum de este proyecto (quien trabajó durante tres años en La Plaza vendiendo programas de mano y que en una reunión se presentó ante Chela como actor —lo era, tenía años en el elenco de Liberarte—, manifestándole su profundo deseo de actuar ahí, donde él trabajaba), al ser cuestionado insistentemente por la narradora (una enérgica Cristina León-Barandiarán, la única que no tiene síndrome de Down sino discapacidad intelectual) por su identidad, responde: “Soy Jaimlet”, actor y personaje a la vez. Fue harto difícil no emocionarse al escucharlo de su boca. ¿Cuánto de uno hay en el otro, cuánto se dependen mutuamente, cuánto se necesitan? Esta paradoja dualidad/unidad, sus dudas creativas (“¿a dónde miras cuando dices ser o no ser?”), sus dificultades para representar (“¿me quedaré en blanco?, ¿me costará aprenderme la letra?”), constituyen un refrescante eco para repensar lo esencial, lo inherente de nuestra profesión.

 

SUEÑO QUE SUEÑO

Todas son Ofelia.

Si bien la obra posee momentos muy, muy emotivos; principalmente aquellos de peso dramático, sostenidos en sencillas pero hermosas imágenes (como el suicidio de Ofelia o el enfrentamiento con la muerte protagonizado por Lucas Demarchi), en atmósferas que se complementan entre la luz y la música, elementos que la directora domina con pericia (como en las maravillosas “Nuestro pueblo” o “La cautiva”), justamente son los momentos de distensión, de cierta comicidad, con los que costó muchísimo conectar. Dramatúrgicamente estas transiciones no siempre fluían.

Justamente, en esos segmentos ligeros (como la escena final) sentí que los actores quedaban un poco expuestos. No cuestiono en absoluto el amor más allá del escenario que se ha forjado entre todo el equipo que conforma “Hamlet”, pero tal vez esa cercanía con su espontaneidad, con su atípica esencia desprovista de falsedad alguna, no les permitió ver que ello podía suceder.

Pero mientras más cavilo sobre esa sensación de incomodidad, me preguntó si no seré yo quien está proyectando prejuicio alguno. ¿Qué es lo normal, quién lo determina? Quizá estas situaciones no sirvan más que para interpelarlo a uno, para ayudar a descubrir ciertas trazas de exclusión que creíamos no poseer. Si es así, el teatro cumplió su función. Sí, Hamlet, tanto vale el teatro.

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