MUJER ÁRBOL
Escribe Eliana Fry García-Pacheco
—No quiero su leche.
—¿La leche de quién quieres?
—De nadie, me da asco.
Nieves carga la energía de sus quince años pero esta está inmersa y convulsa por un acto que acaba de cometer. Es ahora víctima y victimario, y esta dicotomía —que se alinea con el proceso de dejar de ser una niña— genera en ella nuevas certezas que intentan perfilar su ser independiente: independiente de normas sociales, independiente de su madre, independiente de un sino que sabe capaz de transformar. Que desea impetuosamente transformar.
“No quiero hombre ni pinga ni hijo”, le espeta Nieves a Amparo a los pocos minutos de su encuentro, cuya rudeza primera en absoluto determinará el devenir de ambas. Por el contrario, Amparo, mujer sabia, conocida por algunos como ‘la milagrosa’, tienta a Nieves en cada intervención, casi que la pone a prueba. ¿Será que reconoce en ella a una suerte de discípula a quien traspasar su legado, a su sadhaka?
“HACES COSAS QUE NO ENTIENDO”
Así recrimina Nieves ante los excéntricos mandados que Amparo le dispone. ¿Con qué fin la manda a caminar kilómetros por la costa sur a matar un burro, para qué una gota de leche de elefante? ¿Hay en estos pedidos valor pedagógico por parte de la vieja? ¿O es que acaso la utiliza? Sucede que en “Sadhaka” pocas cosas son evidentes. Es decir, los sucesos no son explícitos en su acción ni en su intención absoluta. En este universo construido al alimón entre Ana Chung y Luis Alberto León (quien tras años de trabajar junto a Chela de Ferrari, directora artística del teatro La Plaza, se lanza por primera vez a la dirección) y coescrita entre él y su primo Enrique, todo es símbolo y semiótica.
En este pedazo de tierra que intenta remitirnos a un fantástico distrito de El Carmen, en Chincha, no es claro que la adolescente haya sido violada o que haya apuñalado al “viejo arrecho” con el que la querían casar, tampoco si su final es una muerte accidental, un suicidio o siquiera que realmente haya fallecido. Lo mismo sucede con Amparo y su edad secular, sus poderes metafísicos y su cualidad omnipresente. Y es esta ambigüedad constante (hasta perturbadora para el espectador acostumbrado a la clásica estructura aristotélica) lo que enriquece la obra, pues la eficacia de cada cambio de escena, cada nota y verso de canción compuesto especialmente para el montaje, cada diálogo insólito, residen en una intención de involucrar al espectador en la construcción de su significado, obligándolo a componer la historia junto con sus creadores. Nada está subordinado a la verdad del autor, soportando así una variada —y necesaria— combinación de lecturas.
EN TU MATRIZ HABITA EL UNIVERSO
Esta es la primera obra profesional de Osiris Vega, quien a sus dieciséis año interpreta a Nieves, la niña que a pesar de andar huyendo, solo encuentra salvaguarda en el inmenso jardín de Amparo, donde es feliz. No es la primera vez que llega ahí, pero sí la primera vez que puede verla. ¿Por qué recién hoy esta mujer se devela ante sus ojos y su espíritu, al punto de rogarle quedarse a su lado?
Cecilia Monserrate es Amparo. Sentada en el mismo lugar la hora y media que dura el espectáculo, logra un trabajo impecable, de filigrana. Su trono invisible está flanqueado por una tapia de pancas y rodeado de docenas de maíces y corontas que ha ido desgranando con mesura y templanza. El recorrido de sus ojos (ojos que no parpadean) nos descubren la magnificencia del huerto/reino en el que habita. Está ahí desde siempre, “no duerme ni come ni caga”. La fuerza contenida de sus pequeños pero inacabables movimientos es contraste y complemento del vigor de Nieves, quien, por el contrario, no cesa de moverse en el escenario.
Así, Amparo, es la mujer del tiempo, la mujer del perdón, mujer del conocimiento, pero de uno que pertenece a todas las mujeres y, en esta historia en particular, la aprendida por aquellas que fueron y son fruto de las diásporas africanas que se asentaron en la costa de nuestro país. Su nombre es su vestigio.
LA MUERTE ES UN GALLO AL QUE NO SE LE PUEDE GANAR
Sin embargo, mientras el relato avanza, uno se pregunta si lo que realmente sucede es que está cansada de vivir tanto, si es siquiera capaz de morir (pero si así fuese, muy probablemente seguirá por ahí, rondando espiritualmente) o si es esa la razón por la que le urge entregar su legado.
Sucede también que la pequeña Nieves no llega al precioso jardín solo para escabullirse. Busca ahí sus raíces y la oportunidad de florecer. “En ese higo están todas las respuestas”, profetiza Amparo, señalando un foco que pende e ilumina desde el cenit. Ese fruto, que por momentos recuerda la manzana bíblica, tan sencillo de alcanzar, es admirado desde lo alto por todos por misterioso. ¿Qué sucederá de ser tomado? Recordemos que de una higuera también se colgó Judas Iscariote remecido por la culpa de la traición. ¿Puede que similar sensación embargue a Nieves?
Finalmente, el segundo acto llega en un letargo de dimensión irreal. Las actrices (incluida Tatiana Espinoza, mamá de la adolescente) ahora tienen el rostro cubierto por unas inmensas máscaras de semblante alargado y rasgos poco definidos, que remiten tanto a los milenarios antifaces africanos como a los muñecones de pasacalle.
Nieves ha vuelto a llegar al jardín pero esta vez acompañada de su madre y a punto de casarse. Empero, igual de inevitable será el encuentro con Amparo y las decisiones que la pequeña toma a partir de escucharla. El higo está más presente que nunca. Nieves da vueltas a su alrededor como un ineludible camino de crecimiento. El higo es la verdad. Es también símbolo de muerte. Regresando a las analogías, imposible evitar pensar en la manzana que el padre de Gregoria Samsa tiró contra él y cuya infección conllevó su muerte. ¿Cuán dañina puede ser la madre? ¿Qué oportunidades no tuvo esta mujer que ahora necesita revivir a través de su hija? La empatía vuelve a ser un requisito necesario para continuar. No obstante, lo único cierto es que “en este jardín no puede haber dos Amparo”. La transición será bilateral.