CUANDO EL PASADO NO NOS SUELTA

El Centro Cultural PUCP tiene en cartelera dos obras de la primera etapa dramatúrgica de Alfonso Santistevan: “El caballo del libertador” y “Vladimir”. La primera de gran poder simbólico; y la segunda, un ejercicio de nostalgia de corte realista. En dupla con Alberto Ísola en la dirección y actuación, ambas refieren cómo se vivió y sintió en Lima la guerra terrorista.

CUANDO EL PASADO NO NOS SUELTA

Escribe Eliana Fry García-Pacheco (*)

“Mi casa es un lugar horrendo donde ya no es posible vivir”, dice el profesor protagonista de “El caballo del libertador”, en una afirmación que tiene más de resignación que de lamento. Lo dice, además, sentado sobre una silla desvencijada de mimbre, en un primer plano de una habitación desaseada del Centro de Lima. Aunque derruida, aún sirve de cobijo y tras la pintura que se descascara, que rechaza los pocos filamentos de madera que le quedan, sus paredes todavía se saben robustas. A estas alturas (no de la obra sino de la Historia) la metáfora retumba en los ojos del espectador: ese espacio que dejó de ser hogar es una clara alusión al país; al Perú de 1986, para ser precisos.

Alberto Ísola y Alfonso Santistevan rotando roles.

Esta es la primera obra que Alfonso Santistevan escribió y que forma parte del ciclo “Trilogía”, un esfuerzo por rescatar parte de sus primeros escritos, enmarcados en el inicio y desarrollo de la guerra interna vivida específicamente en la ciudad capital. Así, junto a “El caballo del libertador” (ECL) están “Vladimir” (escrita en 1993) y “Pequeños héroes” (de 1988). Las dos primeras podemos encontrarlas en cartelera y sobre ellas van algunos apuntes.

Tomando en cuenta que la Historia es, finalmente, una mirada subjetiva de una serie de hechos, estos proyectos dramatúrgicos no nacieron con la intención de contar una verdad absoluta sino de reconstruir y dejar constancia de un fragmento de la misma. Santistevan aclara sobre su primerísimo texto que: “Eran épocas de mucho desconcierto. Hoy, es cierto, vemos esos años vividos desde otra perspectiva. La sensación de ese entonces era de caos, de incertidumbre, de no entender qué pasaba, y la obra da muestra de eso”. Sin embargo, esa diacronía encuentra aval en los intérpretes y parte del equipo creativo que comparte la visión histórica del dramaturgo. Y aunque hoy los dos personajes que conforman el texto recaen en Alberto Ísola y una jovensísima Carolay Rodríguez (quien no vivió los años de violencia; lo que no la impide representar con veracidad su acción), valga aclarar que la dramaturgia original fue construida con los recordados actores Maritza Gutti y José Enrique Mávila.

Esa incertidumbre está reflejada en la concepción de la estructura dramatúrgica. En ECL se evita toda referencia directa a la realidad. Y si bien nos preguntamos si la obra –el texto literario en específico– ha sobrevivido al tiempo, su valor radica en el símbolo constante, en la alegoría de su semiótica y estética. Santistevan, quien también la dirige, evita señalar y nombrar directamente cualquier elemento, sujeto o situación que evidencia el rumbo de la violencia terrorista como la percibimos ahora. Aunque sin proponérselo, es interesante ver cómo este texto rompe el mito de que los limeños no tomaron interés por la realidad sociopolítica sino hasta el atentado de Tarata. “Nadie sabe cuándo empezó esta guerra” –dice Lucha (atención con el nombre-verbo), la india/prostituta/rabona que acompaña al profesor/libertador– “pero dicen que nada será igual después de esta”.

El curso de “Vladimir” es distinto. Para empezar, nos encontramos frente a un texto mejor consolidado (pasaron siete años y cinco obras entre una y otra). Ya capturado Abimael Guzmán, hecho que brindó cierto falso sosiego a los capitalinos, la obra se cierne en los exilios obligados que deja el conflicto armado, aún latente. Migrar –específicamente a Estados Unidos– se convierte en una vía escape disfrazada en la posibilidad de mejoras económicas que enfrenten la recesión de ese entonces. ¿Pero qué sucede con los que se quedan? La disolución familiar se torna en presencia cotidiana, y las remesas y pasajes de avión prometidos para volver a juntarse, lo mismo que la pensión eterna que espera el coronel de García Márquez.

CIRCULARIDAD Y REPETICIÓN

Espectacular Alejandra Guerra junto a Miguel Dávalos, el joven Vladimir.

Pero “Vladimir”, a 24 años de su estreno, nos llega ahora como un ejercicio nostálgico, tropo que hábilmente Alberto Ísola (mucho mejor director que actor) plantea escénicamente y que de inmediato genera una conexión más emocional que racional (como es el caso de ECL) con el espectador. Y a pesar de los rines, la máquina de escribir, la cámara fotográfica analógica o el walkman, el recurso no apaña las capas del argumento ni se convierte en un facilismo. Por el contrario, es remarcable y plausible el diseñado actoral de Alejandra Guerra (la madre que debe partir y dejar a su hijo adolescente en un país tan violento como dividido). En el escenario es casi una taxidermista de los procesos emocionales. Su sutileza y fuerza evitan un discurso maniatado, panfletario (a pesar de la aparición del Che Guevara) o cursi.

El escenario es el mismo en ambos montajes. La destrucción paulatina del hogar es vital para la curva de los personajes. Paradójicamente, la muerte y el abandono son el tronco fornido sobre el que se construye ambas historias. Sin embargo, sus ramas –aunque amorfas e intrincadas– no se expandirán baldías.

Por ello, mientras que el profesor enfrenta una suerte de hartazgo/cansancio, a la madre la invade un miedo tan básico y natural como necesario. Él, de una parsimonia agotadora y monótona, se confronta a lo construido por Santistevan para la madre, que es vitalidad pura. La ceguera del profesor no es solo una artimaña para la dramaturgia del actor: es también el conocimiento vedado, sin nuevos depositarios. Sin embargo, la construcción de una utopía es el catalizador actante de ambos personajes. Y la única manera de llegar a esa Ítaca es aunándose con los más jóvenes, sus bastiones.

En ambos adultos las excusas están siempre presentes: la llegada del caballo de Simón Bolívar y el viaje. Las acciones y parlamentos se repiten en ambos, no siempre cobrando nuevo valor semántico. Esta circularidad remarca en los personajes dos cualidades intrínsecas del teatro mismo: el único tiempo que vale es el presente y que lo extracotidiano es la única alternativa posible.

Y aunque ambos fluctúan en la constante dicotomía entre lo que se debe hacer y lo que se quiere hacer, en ECL el tánatos es mucho más tangible: los cuerpos colgados en las puertas, los que se llevan en la espalda o en el vientre, así como la desidia del profesor. El recuerdo los circunda como un lazo que cada uno ira soltando y aligerando a fin de ahogarse. Por el contrario, para la madre el exilio se torna una oportunidad de valorizar su identidad, de reafirmarla para asirla.

 

Así, en épocas muy anteriores al Informe Final de la CVR, Santistevan fue de los primeros en plantear una dramaturgia que hablara de su realidad (joven, limeño, de clase media) mientras el terrorismo sucedía. Además, ya planteaba (o tentaba) mecanismos para una reconciliación a partir de convertir el entorno cercano y directo en agente de reflexión. Esta misma luminiscencia se aprecia en los finales de ambas obras: el último objeto de valor que posee Vladimir es una fotografía en su casa deshabitada. Una fotografía, objeto poseedor de toda luz, es todo lo que necesita para forjar su existencia. A su vez, el profesor y Lucha deciden enfrentar la luz externa, aunque los ciegue, porque entienden que para continuar no pueden permanecer agazapados en la penumbra. Solo así podrán salvarse de la inevitabilidad de sus vidas o, como diría César Vallejo, “cuídate del que come tus cadáveres”.

 

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(*) Texto original del publicado en la columna de crítica teatral de la Revista H, edición 82 en septiembre de 2018.