LA TIGRE DEL AMOR
Escribe Mimí Bregante
Cuenta Mariano Tenconi, dramaturgo y director de “La fiera”, que en Argentina ya suman 47 feminicidios en lo que va del año. En Perú, hacia finales de febrero, la cifra llegaba a 14 mujeres asesinadas. En los mismos meses, en Uruguay, país de donde proviene la actriz Mané Pérez, ya se contaban seis. Y es que existe una relación directamente proporcional entre la visibilización de la lucha feminista y el aumento dramático –principalmente en Latinoamérica– de la desigualdad y violencia contra la mujer. Si a ello le añadimos la desidia de nuestro sistema de justicia (la absolución del agresor de Arlette Contreras basta para graficar el argumento), la aparición de una figura vengadora –no vengativa– se justifica como necesaria y urgente.
Bajo este contexto es que aparece “La fiera” –nombre propio y adjetivo a la vez–, una mujer tigre reconstruida desde el mito tucumano que sostiene que si un humano baila sobre el cuero de un yaguareté (un jaguar) puede convertirse en dicho carnívoro felino. Hay muchas razones para conceder a la transformación (“Ha sido Dios pa’ que lo ayude, porque no puede él solo con todos los hijoe’puta”, “Tipos malvados sobran en mi pueblo”) pero es la desaparición de su hermana menor su principal motivador.
La historia de ambas niñas es imprescindible para entender su necesidad de justicia: la misma noche que su padre destrozaba hasta la muerte a su madre a ritmo de puñetazos descontrolados por los celos, su hermana tomó un cuchillo y lo apuñaló una sola vez hasta desangrarlo. La pequeña corajuda quedó tan incólume como inmutable. Y ese rostro que ama y recuerda será el que la acompañe en cada acto justiciero que acometa, los cuales son narrados como si fueran una película de George A. Romero: ella eviscerando hombres, litros de sangre espesa y marrón chorreando, el horror ante lo inesperado. Pero nótese que el horror está siempre en ellos, queda signado en sus rostros de espanto, nunca en la narración de la fiera.
CREO EN LA JUSTICIA DE MI CAUSA

Mariano Tenconi Blanco. Crédito: Revista Ñ – Clarín
Este resulta ser uno de los primeros valores del texto: no necesita explicarse qué tipo de abusos cometieron estos hombres ni cuándo ni el vínculo que tuvieron son sus víctimas. La violencia de nuestra realidad se basta para completar el cuadro ficcional y conferirle a la protagonista un voto de confianza sobre los asesinatos que realiza. Entrado en el juego, me atrevería a afirmar que nadie en la platea cuestionaba la culpabilidad de los ejecutados y que hasta un halo de seguridad y alivio rondó entre las mujeres espectadoras.
“Para mí era claro que no había contradicción. La fiera mata a muchos tipos que son unos hijos de puta y se lo merecen. Por lo menos en la ficción. No soy abogado, jurista ni fiscal. Pero dentro de la ficción los tipos merecen ser asesinados”, nos dice el autor en fugaz charla posfunción. Y aunque su declaración podría inútilmente servirse para entrar en otros debates en boga (como la pena de muerte), no responde a su razón de ser ni a su necesidad artística para contar esta historia. Sirve, sencillamente, para celebrar a una mujer (incluso anhelar serla) capaz de poner las cosas en su lugar, al menos transitoriamente porque se entienda en ella el deseo de una sociedad menos impune, segura para sus pares féminas, que pueda hacer eficiente sus procesos legales. El ansia de convertirse en una perenne justiciera no es lo que la motiva. La fiera entiende que la muerte agota, que su vida no puede tornarse positiva si se centra en el remolino del homicidio sinfín.
URBANO Y LOCAL

Mané Pérez como la fiera.
No hay nada nuevo al señalar lo tremendamente político y actual que es la dramaturgia de Mariano Tenconi. En “Lima Japón Bonsai” narra la toma de la embajada japonesa bajo las armas del MRTA. En “Todo tendría sentido si no existiera la muerte”, uno de sus últimos trabajos, la base es la premura por el sexo y el deseo en una vida a punto de acabarse. Pero tanto en esa última, como en “Quiero decir te amo” (2012) y en “La fiera” (2013), el cuerpo femenino se convierte en un campo de batalla. Es el cuerpo el que da la pelea como donde se pelea. Y es que sorprende su capacidad para manejar con afable facilidad la voz femenina. Más cuando se piensa la construcción narrativa en primera persona de este unipersonal. Por eso se agradece que en tiempos de “portavoza”, “cuerpa” y “laboratoria”, el autor evitase el uso de “tigra” sino que mantuviese la unión de las voces mujer-tigre, enfatizando así la fuerza de la alegoría.
Pero no es hasta que escuchamos estos diálogos salir de la boca de Mané Pérez que el trabajo del autor reafirma su sentido. Para empezar, la actriz ejecuta un trabajo formidable en la construcción de un dejo que mezcla el guaraní y el portugués, posicionando al espectador en un espacio que se construye desde el lenguaje y que no necesita elementos escenográficos evidentes que nos señalen que la historia ocurre en la selva.
De hecho el espacio escénico está casi limpio. Opuesto al proscenio hay un piano de cola y un discreto equipo de percusión. Al medio, un pedazo de asfalto señalado, que bien puede ser una ruta de carretera como una calle. Sobre este, una banca; banca que se convierte en el escenario dentro del escenario. Lo mismo sucede con el vestuario pues Mané viste ropa deportiva de colores estridentes, rodilleras y zapatillas. Y aunque su casaca azul posee un estampado ‘aleopardado’, no cae en el kitsch amazónico. Estas elecciones fueron lideradas por Oria Puppo, escenógrafa y vestuarista quien actualmente trabaja en París con Peter Brook.
¿QUÉ COME EL TIGRE?

La fiera sostiene entre sus manos la cabeza de una de sus presas.
Así, decíamos que la forma del lenguaje, el yerro consciente en la conjugación de los verbos o la falta de concordancia entre género y número, tienen un valor que sobrepasa el humor del personaje: ayuda a entender de dónde proviene y el círculo en que se relaciona. Es, por supuesto, una mujer de clase baja, iletrada (“Bien bestia, bruta soy”), que busca a sus presas en los baños con hedor a meado de sucias whiskerías o lupanares. Y si la obra empieza con una verborrea procaz no es un porque la fiera sea una obscena, es para graficar el lenguaje de los que detesta, para ratificar que no es igual a ellos
La “hondura estética de la actuación”, como lo describe el director, no ha sido menos demandante. No estamos frente a una obra física pero sí ante un despliegue de desgaste físico que exige dominio de la técnica. Mané sabe apropiarse del escenario entero, lo abarca completo. El volumen de su voz no decae y sabe dejar ver el cansancio a través del personaje, nunca como actriz. Además canta y baila en vivo: del candombe al hip-hop, del rock a la salsa.
Y en este recurso (recurrente en los montajes de Tenconi) vale detenerse. Existe una ambigüedad en las canciones presentadas porque si bien distienden la acción y evitan la solemnidad en la que podría caer el discurso, sus letras son oscuras, tristes, hasta disonantes con su ritmo. Es interesante ver a la actriz al compás de un baile urbano pero hacernos ajustar la sonrisa al escuchar su canto. Sin embargo, la manera como se anticipa cada coreografía o el largo de las canciones (llegan a sentirse repetitivas), empañan por momentos lo conseguido. Incluso no termina de quedar claro el juego absurdo de cada baile porque se hace cíclico y, por tanto, obvio.
Retomando el trabajo físico, en esta prosopopeya inversa Mané sabe verse salvaje. No necesita máscaras ni aditamentos animales. Cuando ataca sus manos están siempre en garra, permitiéndonos imaginar sus uñas afiladas. Durante la carnicería sus greñas largas no permiten ver su rostro pero su cuerpo es ágil y seguro. Pero cuando recuerda, cuando la embarga la nostalgia, cuando lo irrumpen destellos de duda, muestra al público sus ojos inmensos, siempre húmedos, que miran si cautela, fijamente, sin pedir permiso al espectador. No lo invita: lo vuelve cómplice de su historia, responsable.
La actriz ha conseguido dibujar un personaje de transiciones y procesos muy rápidos pero naturales, verdaderos. Maneja un código muy natural del humor que no fuerza la risa en el espectador. Sabe ser lúdica sin perder la gravedad de lo que narra. Es una fiera adorable que permite ver las sensaciones que luchan internas antes de emerger crudas.
Ese es el gran aporte de este texto: salirse del paradigma establecido cuando de temas femeninos, de violencia contra la mujer se trata. La lucha de la fiera de Tenconi no es ominosa. A pesar del dolor, nos no presenta ni a una villana ni a una víctima. Por el contrario, la centra en el lugar de la posibilidad, de la solución, de la que construye algo muy poderoso desde el afecto.
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