ESA TÁCITA CRUZ QUE CARGAMOS LOS MACHOS

Angeldemonio Colectivo Escénico presentó “Exhumación”, una propuesta híbrida en su temática y su estética, que pone en tela de juicio los implantes sociales que han ido creando las determinadas maneras de ser varón en la actualidad. Teatro, danza, tradición andina, performance y ademases confluyen en el espectáculo al servicio de un oportuno cuestionamiento.

ESA TÁCITA CRUZ QUE CARGAMOS LOS MACHOS

Escribe Martín Velásquez A.

Es claro que el carácter de un acontecimiento como el Festival de Artes Escénicas de Lima radica en el intercambio de experiencias escénicas de toda pauta y de toda geografía, donde la innovación de lenguajes y la irreverencia creativa hacen de este un despliegue, cada vez más colorido, de puestas novedosas y muy disímiles entre sí. En ese afán, la presente edición 2019 inscribe con justicia en su programación el más reciente montaje de Angeldemonio Colectivo Escénico: “Exhumación”, dirigido por Miguel Rubio e interpretado por Ricardo Delgado y Augusto Montero.

“Exhumación” es una propuesta híbrida en su temática y estética. Por un lado, el Shapish, como se denomina la danza de los Shapis de Chupaca (provincia de la región Junín), una de las expresiones culturales más importantes de nuestra sierra media, en la que se representa el regreso triunfal de los guerreros, vencedores de su incursión bélica en la Amazonía, sirve como plataforma y punto de partida del espectáculo. Por otra parte, vemos la materialización en escena, a veces sutil, a veces salvaje, de los componentes más gráficos de una masculinidad que se va deconstruyendo ante nuestros ojos, resultado de una introspección personal en la experiencia propia del elenco. Ambas premisas se funden, con sutileza y armonía, en las preguntas medulares del montaje: ¿de qué victorias estamos hablando hoy en día nosotros los varones?, ¿en qué se basa ese orgullo de macho del que hacemos alarde sin darnos cuenta?

 

DESENTERRANDO MITOS

Augusto Montero y Ricardo Delgado.

Con un carácter evidentemente tradicional y festivo, los propios actores dan sala, vestidos con el pomposo traje de los Shapis y reparten el popular ‘calientito’ entre los espectadores que esperan afuera del auditorio, en el segundo piso del Centro Cultural de la PUCP. ¿Son los actores o están en personaje?, primera inquietud de la noche. El público ingresa. El escenario no da muchas pistas de lo que veremos, por el contrario desconcierta. Como fondo de éste y con predominante presencia, un tablado de fondo lleva escritas inscripciones de todo tipo, pero con un hilo unificador: son aquellos mensajes que podríamos encontrar en el baño (de varones) de algún bar, estadio, chifa, cabina de internet, colegio, universidad… y un etcétera nada alentador. Más allá, una máscara tradicional, unas piezas de material de alfarería que semejan unas manos y unos pies, una caja de cerveza; más acá, una amplia vasija y un costal. No hay mucho más; segunda gran inquietud.

La obra comienza con nuestros Shapis guerreros en el suelo. La precisión de la iluminación y la inteligencia del trabajo sonoro proponen una atmósfera de suspensión a los cuerpos tendidos de los hombres y les dan una sensación de batalla infinita. La tercera gran inquietud, que resuelve las dos anteriores y difumina nuestra inútil preocupación por “entender” la obra, viene a continuación: el propio director Miguel Rubio, que ha tomado asiento en la primera fila, se levanta de la butaca y sube al escenario, coge el recipiente que yacía en medio de la escena y comienza a esparcir el contenido sobre los inertes cuerpos de los actores. Es tierra. Finalizada la acción, baja del escenario y retoma su lugar en platea. Ya ha quedado claro el curso por el que nos llevará el espectáculo. Nuestra intranquila intención por concebirlo con una lógica narrativa se ha desvanecido, como yacen ahora ambos personajes, empolvados por la historia.

A partir de ahí, comienza el verdadero viaje y sólo hay que dejarse llevar. Los Shapis regresan a la vida y danzan, dando cuenta de su maestría y su eufórico sentir de victoria. En una pantalla leemos las diversas connotaciones de la palabra “exhumar”. Luego, nuestros Shapis ya no lo son, se han humanizado en personas de carne y hueso. Y nos dan pistas de ser dos danzantes del pueblo que se preparan para la gran festividad dentro de un gran cambiador. Sin palabras y sin acuerdo previo, a sabiendas o por simple inercia, nuestros varones comienzan a competir. Nos conducen de esta forma a un encuentro entre machos, pleno de símbolos, imágenes dolorosas, secuencias físicas, alocuciones sobre el mito de los guerreros, que se acompasan con poemas proyectados de nuestros vates Jorge Eduardo Eielson y Juan Gonzalo Rosé, y se hacen parte, cada uno con sus propias fuerzas, del ritual de la Santísima Cruz de Mayo.

 

HOMBRES DE POCAS PALABRAS

Miguel Rubio, director.

No es muy común ver en nuestra escena local puestas que recurran a la no utilización de la palabra. Acaso “Los regalos”, de la Compañía de Teatro Físico, es una de las últimas propuestas más emblemáticas que operan con esta premisa.

“Exhumación”, muy lejos de contar una historia lineal y con un variado manejo de recursos escénicos, nos transportan a un mundo de simbolismo y estampas que no precisan de diálogos verbalizados, donde el silencio y el escueto intercambio de ideas mudas refuerzan la idea de rivalidad entre los dos personajes y donde pareciera que el primero en abrir la boca se someterá a la jerarquía del otro. Así, la palabra no hace acto de presencia sino hasta bien avanzada la obra, y sólo porque llega la hora de utilizarla con justa motivación, casi sintetizando la premisa de la obra en ese lírico y visceral alegato sobre la mitología del macho guerrero.

La ambigüedad del contexto, del tiempo, del lugar y de la procedencia de estos dos personajes, nos obliga a encontrarles significantes conforme van sucediendo los hechos. El montaje no explica sus mensajes, pero los aborda con mucha seguridad –en ocasiones muy rudamente– para que nuestras diferentes lecturas terminen de darles una resolución y los convierta en cuestionamientos.

Y si de cuestionamientos hablamos, éstos van cayendo por su propio peso conforme va transcurriendo la obra. La partitura de momentos que vivimos junto con los actores nos abre las puertas a una serie de reflexiones sobre sobre la misma. Y reflexionamos. Estamos asistiendo a una deconstrucción completa de la masculinidad, capa por capa, simbolizada en la semidesnudez de los actores. El tabú de la carne se acentúa y brota en cada aproximación de cuerpos. La constante competencia entre ambos refleja una necesidad sempiterna por probar la supremacía de su género. Y es entonces cuando comienzan a aflorar las preguntas globales: ¿a razón de qué tenemos que demostrar que somos “hombres”?, ¿qué queremos o qué logramos al ufanarnos de nuestros triunfos masculinos y qué validez tienen?

El teatro, como las demás artes, obedece al mandato histórico de atender las problemáticas de su época. En este sentido, “Exhumación” viene a escena, sin atisbo de panfleto, a plantearnos preguntas esenciales. No las responde, empero. Deja esta responsabilidad al público asistente. Pone en discusión las convenciones convertidas en corazas que han ido construyendo en el tiempo una identidad arquetípica del hombre varón, y las discute muy oportunamente en un contexto donde la masculinidad, a nivel mundial, se haya en su etapa más crítica.

“Exhumación”, con todo lo descrito, es un montaje místico y poético para el ojo del espectador agudo. Las múltiples sensaciones que se pueden desprender fortalecen el carácter performático del espectáculo e invitan a dejar a un lado por un momento la lógica. Aquel público que vaya a ver “Exhumación” con una acostumbrada y ortodoxa idea de teatro, podría llegar a impacientarse y confundirse.

 

APAGÓN FINAL
Como corresponde, nuestros actores han establecido el ritual y han montado con mano propia, luego de una encarnizada e irresoluta confrontación, la Santísma Cruz de Mayo, emblema de la celebración, que, como redentora de pecados, parece expiarlo todo. Pero es tarde. Hemos sido testigos ya del síncope de nuestras conductas y no podemos dejar de pensar en ello. Los personajes festejan, danzan y se pierden en el oscuro, dejando a la luz la ominosa cruz de la festividad, grande como también lo es esa tácita cruz que cargamos los machos en nuestras espaldas, de la que poco a poco tendremos que ser conscientes. Como colofón, no hay venia final. Los actores no salen a recibir el aplauso de un público que sobrecogido los esperaba.

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