EL DESEO IRRENUNCIABLE DE SALVAR EL MUNDO
Escribe Paloma Gamarra
La ciudad bajo el mar está en peligro. Los habitantes de Mediterras han despertado como cada 25 años, pero no será por mucho si no logran liberarse del plástico que los asfixia. Solo uno de ellos, un niño-coral llamado Elis, ha logrado escapar hacia la superficie en busca de ayuda y la encontrará en dos niños: Hugo y Alejandra. Tienen 37 horas para lograr salvar a los de su especie antes de que vuelvan al sueño o mueran. ¿Lo lograrán? Quizás sí, pero, ¿qué pasará en los próximos 25 años? ¿Los seres corales despertarán o para ese entonces los humanos habrán contaminado lo suficiente como para extinguirlos para siempre?
Según la organización Oceana, en Perú se consumen casi 950 mil toneladas de plástico al año y, solo en Lima y Callao, se generan más de 900 toneladas de residuos plásticos al día. Toda esta basura se aloja en nuestro mar, creando una masa flotante tres veces más grande que Francia. Para la gran mayoría estas cifras no significan nada, sus vidas siguen sin presiones ni inquietudes, así que esta ópera llega para generar cuestionamientos.
Desde esa premisa local, ¿es posible salvar nuestro mar? Y, más complejo aún, ¿es posible salvar al mundo? Jean Pierre Gamarra, quien tiene a su cargo la dirección escénica, cree que no. “La contaminación no va a terminar”, afirma convencido, “releer esta obra me dejó una sensación negativa, desesperanzadora. Han pasado seis años desde el primer estreno y estamos peor”. Para el director, el ecologismo es un ideal inalcanzable que, sin embargo, para este montaje debe hacer verosímil. “Mi responsabilidad es hacerles creer a los asistentes que es posible, que sí se puede.”
La primera versión de “La ciudad bajo el mar” fue compuesta en 2012, según nos cuenta Gamarra, por un pedido de Mónica Canales, directora del Coro Nacional de Niños. Se sumaron Maritza Núñez desde la dramaturgia y Nilo Velarde para componer la música. Un año más tarde estrenaron. “Fue un trabajo lleno de proyecciones, un espectáculo multimedia que integraba todas las tecnologías del teatro que acababa de inaugurarse”, recuerda. Fue hace medio año que el Gran Teatro Nacional le pidió volver dirigir el montaje, pero intuía que no podía ser igual.
Y es que trasladar toda la catarsis de la ópera a una historia infantil no es fácil. Sobre todo si también se propone hablarle a los adultos. Ya no podía centrarse solo en el daño causado por la contaminación, sino remarcar la indiferencia e incredulidad que nos envuelve respecto a la condición de nuestro planeta, de la enorme responsabilidad que hay en cada ser humano que abre una botella o pide una bolsa de plástico extra. Debía hacer de esta realidad contaminada una historia limpia, pura, cantada e interpretada por niños y para niños. Fue más que un reto tanto en el desarrollo de la trama como la convergencia musical y artística de la puesta en escena, teniendo en cuenta que se quería superar con creces el montaje de 2013.
VOLVER AL BARROCO EN LA ERA DIGITAL
“Esta vez quise rescatar la mecánica teatral”, nos explica Gamarra. “Los niños de ahora están acostumbrados a lo digital, para ellos es una cosa natural, no se sorprenden, no se inmutan. Yo tenía que procurar que sea una experiencia nueva y lo hice desde el trabajo humano, del uso del hombre para el movimiento y no el de un botón”, recalca.
“La ciudad bajo el mar” adquirió, entonces, una complejidad mayor, involucrando a muchas más personas, convirtiéndose en una producción ambiciosa. “Debía ser apoteósico, como la ópera misma”, reflexiona. “Y ahora, me da una satisfacción inmensa ver que la obra ha causado mucha mayor impresión en el público a comparación de la primera vez, que al volver al teatro barroco se logró impactar.”
Este estilo que Gamarra quería reactualizar fue una tarea que compartió con el escenógrafo Lorenzo Albani, con quien ya había trabajado anteriormente en “Pulgarcito”, otra ópera infantil. Fue así que idearon una escenografía funcional e igualmente hermosa. Funcional, porque vemos dos claros espacios: playa y fondo del mar que suben y bajan constantemente, transformando algas marinas en colinas y conchas que al cerrarse lucían como tapas de desagüe. “Necesitábamos que la obra fuera lo más fluida posible porque va de un lugar al otro en cada escena”. Esta dualidad visual transcurre durante la hora que tarda la obra y en las dieciocho intensas escenas que la construyen.
Era importante, también, mantener un estilo en la composición, pero ¿cómo se logra que el color, la utilería, y las demás piezas se vuelvan parte de la historia y empiecen a comunicar sensaciones? A veces la inspiración viene del exilio. Gamarra, quien ha vivido muchos años en Italia, reconoce que la lejanía le ha servido para notar los colores de la ciudad, de la gente. “En la obra hay mucho metal, muchos grises, quise evocar la playa y el cielo limeño. Aquí lo único que tiene color es la gente, ese fue el punto de partida para el contraste.”
Efectivamente, lo primero que vemos sobre las tablas es un decorado grisáceo. Gris como Lima. Gris como el plástico. Pero en ese ambiente monocromático surge un distintivo: niños usando ropas de todos los tonos y diseños, creando un desfile de colores que contrasta con el fondo. Sucede arriba en la playa y abajo en Mediterras, donde los seres corales, incluso al borde de la muerte, irradian luz y pigmento.
Pero no solo la escenografía es la que sube y baja, también lo hace la música que acompaña. Cuando estás en la superficie son los dos niños, Hugo y Alejandra, quienes cantan exteriorizando sus emociones de angustia y frustración porque nadie se une a su causa, y los violines, trombones, flautas, todos los sonidos que provienen de la orquesta hacen vibrar el teatro hasta que el ritmo va descendiendo de a pocos, y cuando se llega a las profundidades se le une un coro de voces colmadas de suplicio que salen de las conchas: son los seres corales cada vez más débiles.
“La obra tiene un ritmo vertiginoso, tiene tensión, y Nilo ha sabido componer una música que transporta, te hace entender, te lleva del mar a la ciudad. Es tradicional a nivel armónico, minimalista en el desarrollo musical, y eso ha ayudado a que sea casi cinematográfica”, comenta Gamarra, emocionado. “Es música sofisticada, pero tiene también aspectos terrestres, populares, y es importante para que los niños y el público en general tenga referencias accesibles.”
DEBERES CONTEMPORÁNEOS
La destreza de “La ciudad bajo el mar” es haber conectado con el niño y el adulto. Situarse entre la tradición y la modernidad, la tecnología y el tacto entre seres humanos y, con ello, como afirma el director, haber logrado sorprender al espectador. Más importante aún, cumplir con la intrínseca tarea –aunque muchas veces desplazada– de generar consciencia a través del arte para apropiarnos de la responsabilidad de una causa social como lo es el cuidado del mundo que ocupamos.
“En la opera hay lejanía, así estés en primera fila, siete metros te separan del escenario. Esa cuarta pared sonora es la orquesta y esto crea una barrera adicional; saber que en esta ocasión el niño se ha conectado, ha respondido, que ha salido con ganas de querer hacer un cambio en el planeta, nos llena de alegría a todo el equipo”, comenta orgulloso.
Esta es la tercera ópera familiar que dirige y, según su experiencia, conectar con el niño nunca ha sido un problema. “Es un corazón virgen, sin ningún conflicto, los adultos por otro lado…”, suspira. Y tiene razón, aun cuando son los infantes quienes están todo el tiempo con la mirada en la pantalla, son también los primeros que al atisbo de un problema encuentran formas, más modernas y eficientes, precisamente con la tecnología de su lado, para darle solución.
Nosotros, adultos ya resignados, no tenemos mayor protagonismo en cuanto a rescatar el planeta se refiere, pero la última y gran labor que nos toca es dejar en ellos la intención de seguir intentando. “La ciudad bajo el mar”, es una ópera que te remueve los sentidos y la consciencia, haciéndote mirar a los pequeños con grandeza, con admiración e intriga: ¿cómo lograrán ellos prolongar la vida de este mundo desahuciado?