ASESINOS IMPOSTADOS

Fernando Luque y Juan José Espinoza representan a dos asesinos profesionales en “El montaplatos”, obra del ganador del Nobel Harold Pinter y que el director Joaquín Vargas reinventa en una propuesta minimalista y metateatral. Aquí nos suelta algunas claves para no turbarse con esta obra representante del teatro del absurdo.

ASESINOS IMPOSTADOS

Escribe Hane Sormani

Desconcertado. Así abandona el público el teatro de la Alianza Francesa tras el último apagón de “El montaplatos”. Risas nerviosas, gestos de duda y la incertidumbre si se presenció el final de la obra o no. La historia de los asesinos de Harold Pinter vuelve a hacer mella en la audiencia tras 57 años de haber sido escrita. “Es una excusa para mover una serie de cosas que no se mueven así no más. Transgredirse a uno mismo para transgredir al otro aunque sea de manera inconsciente. Eso es lo que me interesa que genere el arte. Hay gente que me dice que no entendió nada y hay otra que dice que mi personaje es un fantasma. Y ambas opiniones me parecen igual de interesantes. El espectador puede no entender nada pero saber que algo pasa, y ese tratar de descifrar-se es lo que lo hace permanecer en la sala”, asevera Joaquín Vargas Navarro, doblemente director de este montaje.

PRIMER ANTIFAZ
Ben (Juanjo Espinoza) y Gus (Fernando Luque) son dos asesinos a sueldo que esperan -el segundo con más impaciencia que el primero- en una habitación la orden de su jefe para ejecutar su próxima misión. Son profesionales. Se conocen y lo han hecho antes. Pero la situación hoy no es la misma. Hoy lo cotidiano exacerba. Hoy las dudas abruman a Gus como nunca antes. Hoy Ben debe defender el orden establecido para sobrevivir.

Este texto dramático es uno de los primeros trabajos del ganador del Nobel de Literatura del 2005, considerado en esta primera etapa como un representante del teatro del absurdo, término acuñado por Martin Esslin en 1961. Y a pesar que el libreto original resalta una serie de elementos escenográficos o que en el mundo suele montarse apelando a una atmósfera oscura y hasta siniestra, Joaquín decidió apostar por una estructura no realista.

Si bien nos cuenta que su ideal hubiese sido realizarla con público en todos los flancos del escenario para que los actores no tuvieran puntos ciegos, ambos sostienen formidablemente la sensación de sentirse observados, de saberse acorralados. En escena solo hay dos sillas y dos maletines. El espacio se limita por tiras de masking tape blanco en el piso. La iluminación es plena y alta. Y bajo dichas condiciones nítidamente generan la atmósfera de encierro y de desesperación, de hartazgo y letargo a la vez.

“Yo la actué en México hace más de una década cuando estudiaba allá –relata Joaquín hijo (no confundir con su padre homónimo, director de “Piaf”)-, pero la creación colectiva desvió el trabajo. Lo que hice acá fue retroceder hasta donde estaba de acuerdo en aquel entonces para, desde ahí, desarrollar la línea que yo quería, que era la presencia del director en escena”.

DOBLE TEATRALIDAD

Fernando Luque, Joaquín Vargas siendo doblemente director y Juan José Espinoza.

En el teatro del absurdo suele existir un personaje del que todos hablan pero que nunca aparece y, a pesar de ello, ser de suma importancia para la historia. Sin duda es el “Esperando a Godot” de Samuel Beckett (también Nobel de Literatura en 1969) el ejemplo más claro de esta estructura de dramatis personae y “El montaplatos” no está exenta, siendo la figura del jefe la que encandece el misterio.

Pero en el texto original este mandamás es solo un nombre. Sin embargo, Joaquín le dio presencia física, encarnándolo él mismo y dotándolo de una nueva dualidad: sería también una suerte de director teatral. “Lo que yo quería con esta obra era desarrollar una metáfora de la relación actor-director-espacio escénico”, explica, transformándola en una realidad metateatral.

Para conseguirlo, Vargas utilizó dos convenciones simultáneas: la del actor y la del personaje, y, según el momento, una primará sobre la otra. Dejemos que él lo explique: “uno es un actor que representa a Gus y que está en un sótano esperando pero que maneja una convención teatral irrompible. El otro es el actor que hace de Ben, que está forzado a representar esta obra en la que nada está sucediendo como le dijeron y en la que no tiene los elementos necesarios, que tiene un compañero que le da mal los pies y que súbitamente se pone a hablar cualquier huevada. Para Gus, la relación con el texto se vuelve cada vez más agresiva, tolerando cada vez menos la situación. Que es un símil con lo que le pasa a Ben, pues sabe que tiene que matar a su compañero pero no le dan la orden y lo tienen alargando el asunto”.

Así, a pesar de las múltiples lecturas sobre el poder, la obediencia y el consumismo que brinda el texto de Pinter, el giro que otorga esta renovada propuesta suma nuevas interpretaciones, contemporáneas visiones de las aristas diversas que predominan en el arte, principalmente para quienes ejecutan el quehacer teatral. Como en este caso, en que vemos a dos actores condenados a representar una obra con el escenario en su contra. ¿Cuánto se está dispuesto a soportar por un espacio de visibilidad?, ¿cuán válido es, como sucede con Gus, cuestionar las propuestas escénicas, la visión de un director?

¿Por qué tomar este camino metateatral por sobre lo demás tópicos de la obra?, le preguntamos a Joaquín. “Es una metáfora de mi relación con mi padre como director de teatro y con mis hermanos. Pero esto en un nivel más profundo que ni ellos probablemente sepan. Fue algo que descubrí después, mientras avanzaban los ensayos. Me preguntaba de dónde venían varios puntos que yo proponía para el montaje. Al fin y al cabo Ben y Gus tienen una relación padre e hijo innegable y yo con ellos, otra. Es la eterna relación con el padre.”

Como lo dijimos al inicio, otra de las claves de este teatro es que representa un desconcierto para el público. Desde que la obra empieza, vemos a Joaquín dando órdenes abiertamente a los luminotécnicos para que las luces sean apagadas. ¿Se trata de un error o está planeado? Agrega él que “mi presencia suma a ese desconcierto. Que la gente asuma que soy el director de la obra, que se pregunte por qué subí al escenario o que luego crea que soy el jefe. Al final no importa quién soy sino qué pasa entre ellos. El asunto está en que cuando se rompen ambas convenciones, se le entrega la responsabilidad al público de lo que ahí sucedió”.

Esta versión también le exige un rol mucho más activo al espectador, llevándolo incluso a otra instancia: a juzgar, a emitir juicios de valor contantemente. “Es forzado casi indirectamente a hacerlo desde que inicia la obra, a juzgar qué hacen los personajes y cómo. Y lo hacemos malintencionadamente porque a los cinco minutos le demostramos que está errado y le damos otra seña que tampoco es correcta, y luego otra que tampoco es. Es como maltratar al público… jajaja. Por eso la subtitulé como “Trampa para dos actores y una audiencia” porque tanto actores como público están siendo manipulados por una fuerza exterior superior”.

MENSAJES ANÓNIMOS
En cuanto a la preparación de la obra, Vargas reconoce que la dificultad mayor estuvo en el trabajo de mesa, largo proceso en que la convención tuvo que establecerse sin titubeos. Preparó material teórico, escenas de películas, entre otros referentes. Uno vez entendido, les pidió memorizar el texto pues se tratan de diálogos que exigen mucha precisión verbal, a la que luego se sumaría una coreografía física igual de minuciosa y exacta. “Con eso recién podíamos entrar en la acción de una manera más mecánica –detalla Joaquín- en el que proceso fuese más rápido, de marcar lo encontrado sin tanto viaje. Los actores temían que no hubiese acción dramática y me costó romper el chip porque ellos no concebían la acción dramática fuera del personaje. Fue complejo para mí porque he tenido que entender sus procesos y tomar el camino de ellos. Y el director tiene que tomar el camino de los actores. Además, energéticamente es demoledora para ellos porque es una progresión constante durante 50 minutos. Estoy más que contento con lo que han logrado.”

A pesar de la anécdota disparatada que propone laem3 historia, que es la aparición repentina de un montaplatos (una especie de ascensor manual que conecta la cocina con el comedor, retirando los pedidos), ambos personajes sufren una curva evolutiva bastante interesante, sostenida en dilemas éticos y morales. Si bien queda la duda sobre si Ben posee desde un inicio la orden de matar a su compañero o si es un encargo que recibe en el transcurso de la espera, lo cierto es que éste debe convencerse firmemente que su compañero merece desaparecer. Por ocioso, descuidado o porque no está a la altura de la organización, serán solo algunas de las excusas que se impondrá para persuadirse de que la muerte de Gus no será responsabilidad de quien jale el gatillo.

Acotemos que el título original en inglés es “The dumb waiter”, que podría traducirse como “el mozo tonto”. Éste es Ben, quien finalmente ejecuta, a quien no amilanan ni las condiciones desfavorables de su escena (como los desquiciados pedidos del menú, léase como los antojos estéticos de su director teatral). Claramente, a Gus le corresponde la contraparte, cuestionar el orden establecido. Pero no lo hace a modo de rebelde sin causa; por el contrario, planea soluciones (siempre está tratando de volver a empezar, atándose los zapatos, pidiendo una y otra vez cigarrillos, buscando así nuevas oportunidades), esforzándose en realizar su trabajo lo mejor posible (sus tareas escénicas las realiza con precisión a diferencia del otro personaje, siendo un claro ejemplo la manera cómo ambos retiran los papeles con el pedido), encontrando espacios para la libertad y la razón (como en las discusiones semánticas o el papel de la prensa). En esa habitación, aunque vacía y diminuta, en esos dos personajes aparentemente antagónicos, Pinter supo concentrar una serie de símiles universales que sorprenden por su vigencian.