RECUERDO DE UN SUEÑO
Escribe Mimí Bregante
Primera imagen: dos hombres enfrentados, de pie, el uno frente al otro, con una lámpara de techo prendida balanceándose sobre sus cabezas, como en un interrogatorio. El gesto adusto, bajo las eventuales sombras que genera la inquieta luz, y descubrimos que son padre e hijo. Pero, ¿por qué se interpelan?
Segunda imagen: ante la mesa de una sencilla cocina, mamá, algo maquinal, prepara el desayuno. Abre el pan francés y, con el mismo cuchillo, unta la mantequilla. Su rostro está sosegado y hasta casi parece que muy ligeramente sonríe. Casualmente se corta el meñique el cual automáticamente se lleva a la boca para calmar el sangrado y prosigue, inamovible, su ritual mañanero (perfectamente reconocible para cualquier espectador cuya infancia o adolescencia se haya desarrollado en la década del noventa). Padre e hijo recogen su ración de comida y continúan, casi sin prestarle atención. La radio prendida lanza noticias y entre las frases que ésta suelta cogemos una: “es difícil discernir donde empieza la realidad”.
Y nos damos cuenta que ésta se convierte en una característica inalienable para definir la esencia de “Prehistoria de la felicidad”, una obra que, ciertamente, posee un formato indeterminado, interpretada por tres actores/bailarines de primer nivel. Ellos son Alonso Núñez, Fernando Castro (director de la Compañía de Teatro Físico) y Miquel de la Rocha (fundador de Agárrate Catalina). Si bien conocemos, seguimos y admiramos el trabajo de todos ellos, lo que hoy se nos presenta no termina de instaurarse entre los marcos del teatro o la danza. ¿Es esto un desacierto? En absoluto. Solo podría serlo en tanto, como espectador, tomemos la butaca con una idea preconcebida de lo que creemos vamos a ver, anulando toda posibilidad de sorpresa.
ANTEDILUVIANO
El título mismo nos remite a un tiempo arcaico, remoto, al que tal vez no podamos nunca regresar. Nos narra un tiempo donde el lenguaje emocional primaba, en el que el lenguaje hablado parece no necesitarse y donde no se cuestiona la imprecisión de los símbolos. He aquí lo curioso del trabajo de los tres, cuyas creaciones individuales son muy dadas a la perfección y exactitud pero que ahora, al trabajar juntos, exponen lo que imaginan sin mayor reflexión, quebrando sin reparo una de las reglas básicas del teatro del siglo XX: el primer impulso no es siempre el correcto. Y eso es arriesgarse. Así, en el escenario vemos a tres artistas sin temor a ser juzgados, absolutamente espontáneos. Ello nos trae al recuerdo la frase que usaba el poeta estadounidense Allen Ginsberg para describir su escritura intuitiva y audaz: “first thought, best thought“. Aquí parece funcionar.
Entre imprecisos saltos hacia la fantasía y la realidad, entre dudar si están dormidos o nos muestran su presente, sí es claro que estamos frente a una familia nuclear, típica. Sus componentes aún evocan sus mejores años, a pesar que ahora transiten en una imperceptible resignación. La carga dramática la sostiene padre e hijo, cuya relación es tensa pues el menor es consciente cuánto ha de definirlo en la adultez ese vínculo.
De a poco nos van revelando diversas facetas para comprender lo que moviliza a esta familia que solo parece estar unida cuando sueña. Solo entonces ríen juntos y comparten. En el día a día son individualistas y les cuesta relacionarse. Entonces los cuerpos se vuelven detallistas y minuciosos. Las acciones, aunque resaltan lo cotidiano, son prolongadas, de movimientos lentos, como queriendo hacer duraderos sus recuerdos. Aquí no podemos dejar de resaltar el trabajo de Fernando Castro quien, encarnando a la madre, y a pesar de tener una musculatura gruesa y marcada, sabe ser extremadamente delicado y entrañable.
MATAR AL PADRE
A pesar de lo contemplativa que puede llegar a ser “Prehistoria de la felicidad”, también sabe ser harto sarcástica. En esta búsqueda de la identidad a partir de nuestros orígenes, resaltan ciertos patrones que la sociedad ha impuesto, cuestionando la certeza de los roles que se han asumido como válidos. Así el padre, guía protector, usa sombrero de vaquero, corta leña a hachazo limpio (no hay que pasar por alto la sorprendente precisión de Miquel para ejecutar esta actividad) y pelea con cocodrilos, demostrando que en nuestra cultura dominan los estereotipos estadounidenses.
A pesar del insólito sentido del humor que nutre la obra, estas imágenes llegan fragmentadas, convirtiéndose en momentos disociados uno del otro. Esto, hay que decirlo, le resta un poco de fluidez a la obra y obliga al espectador a buscar el indispensable hilo conductor. Y es que de la madre bailándose muy quedita “Remolinos” (cumbia del colombiano Aníbal Velásquez) pasamos a una parodia de comercial de detergente en el que la misma señora se raja la espalda frotando una camisa blanca. Obvio, será un hombre el que venga a salvarla para más tarde pedirle la prueba de la blancura. Luego, una serie de personajes desfilan como modelando sobre una pasarela de expectativas: qué deberíamos ser, cómo nos deberíamos ver. El trabajo audiovisual es también una contribución para esta narrativa que, como decíamos a inicios del párrafo, puede llegar a ser ambigua.
Sin uso de texto, la música enfatiza cada momento de la obra, casi imponiendo las emociones. Sin embargo, no es que prescindan de la palabra sino que esta se encuentra reprimida, lo que se convierte en un gran acierto. No es que los personajes no quieran o no necesiten hablar, es que no pueden. El grito se les atasca en la garganta. Por eso el cuerpo reacciona impulsivamente y la risa estruendosa se traduce en el sonido de todo lo que añoran. Así, con su conglomerado de técnicas, se vuelve en un intento, en un esfuerzo por olvidar la tristeza antes que por buscar la felicidad.
FICHA TÉCNICA | |
Dirección | Alonso Núñez |
Asistencia de dirección | Massah Lúcar |
Elenco | Fernando Castro, Miquel de la Rocha, Alonso Núñez, Francesca Sissa (solo en video) |
Video | Rodrigo Núñez, Fred Clark, Francisco Bordo, Aldo Cáceda |
Vestuario | Alonso Núñez |
Producción | Compañía de Teatro Físico |
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