HABLAR DE LA GUERRA
Escribe Erick Weis
Diego La Hoz, director del grupo Espacio Libre, toma por primera vez un texto de María Teresa Zúñiga (Huancayo, 1962), cumpliendo así un deseo propio que venía reservando desde mucho.
Uno de los primero puntos clave de esta colaboración radica en el hecho de que, al revisar el trabajo tanto del grupo como el de la dramaturga, puede evidenciarse que ambos han abordado anteriormente tópicos similares en distintos montajes. Sucede con “El otro aplauso” (2013) o “El país de la canela” (2017) en el caso del grupo barranquino y con “Zoelia y Gronelio” (1995) o “Génesis” (2017), en el caso de la autora y su grupo Expresión. Estas cuatro obras, además de desarrollarse en un contexto bélico o post bélico, comparten justamente la característica de no ubicarse en un espacio-tiempo específico. Una situación sumamente similar acontece en “Laberinto”.
Así, en las obras mencionadas no hay ‘Perús’, ‘Ayacuchos’ o ‘Senderos’. Se prefiere, en cambio, las referencias, alegorías y metáforas en relación tanto al conflicto armado interno peruano como a cualquier otro tipo de posible evento bélico mundial (bombas nucleares incluidas). El abordaje del tema de la guerra y sus consecuencias, no obstante, hacen que sea inevitable para cualquier espectador hilar una relación entre lo propuesto sobre el escenario y lo sucedido hace algunas décadas en nuestro país. En este aspecto, “Laberinto” también comparte este rasgo con otras obras del corpus nacional como “Kamikaze” (1999) de César de María o “Nuestro propio mundo” (2014) de Claudia Sacha.
Sin embargo, en “Laberinto” hay un elemento adicional que bien puede catalogarse como curioso. A grandes rasgos, una de las premisas que posee la obra puede ser expresada en preguntas como “¿qué sucede con aquellos que sobrevivieron en la guerra y ahora deben regresar a casa?” o “¿qué pasa ahora con el soldado X que, por consecuencia de la guerra, ya no es el/él mismo?”.
El primer aspecto de esta curiosidad radica en el hecho de que con premisas similares parten una gran cantidad de productos cinematográficos desde hace algunas décadas: un personaje (el soldado) ha pasado por una experiencia traumática (la guerra) y ahora que todo ha terminado, nadie a su alrededor puede comprenderlo a cabalidad. De inmediato llegan a nuestras mentes títulos como “Taxi driver” (1976) de Martin Scorsese o, en un escenario más cercano, “Días de Santiago” (2004) de Josué Méndez. Incluso, en un contexto mucho más actual, los showrunners estadounidenses han renovado el tema en producciones recientes como sucede en la segunda y tercera temporada de “Daredevil” (2016/2018) o en la primera de “The punisher” (2017). Todas estas propuestas, sin duda, en el clásico código realista imperante del mundo audiovisual.
Sin embargo, debemos centrarnos en un segundo aspecto. Más allá de aquellos productos masivos, si cerramos el círculo y nos ponemos a pensar en nuestra dramaturgia (al menos en la limeña), es sumamente difícil encontrar la premisa expuesta que sí parece haber sido ampliamente desarrollada en otras plataformas. En “Laberinto”, además, lo que pesa no es contar sobre el pasado, sino sobre la posibilidad de que este acto de contar/escribir pueda tener alguna posibilidad terapéutica para el ex soldado/escritor que interpreta Karlos López Rentería.
No obstante, con todo lo descrito, la riqueza de “Laberinto” radica en que esta es solo una primera capa dentro de las múltiples variables interpretativas para el texto. La propuesta escénica amplía las posibilidades. Es tarea del espectador hallar la relación entre aquellos personajes masculinos que aparentan disparidad al inicio y cuyo posible nexo se va perfilando a lo largo del montaje: yo pasado-yo presente, padre-hijo, autor-personaje son solo tres posibilidades que podrían proponerse sin que el espectador esté equivocado.
El montaje, sin embargo, debe pulir ciertos aspectos importantes. Los cuatro personajes poseían registros de actuación, tonos y volúmenes de voz muy distintas. Esto, en un espacio como la Asociación de Artistas Aficionados, resultar contraproducente. El espectador puede darse cuenta de que, en realidad, no es un personaje hablando más fuerte o mejor que otro, sino un actor que puede proyectar la voz en mayor o menor grado que su compañero. El pacto ficcional corre el riesgo de romperse con situaciones como esta.
De igual modo, la pista que se oye en el epílogo del montaje poseía ciertos rasgos que hacían relacionarlo con un discurso distinto al que acaba de ser espectado: una melodía oriental, pero de tono ligeramente caricaturesco en la canción desentonaba con lo visto sobre el escenario, más aún cuando se consideran en la ecuación los diversos elementos escenográficos y de vestimenta.
Más allá de estos aspectos técnicos (que esperamos sean estabilizados durante la temporada), “Laberinto” es una buena oportunidad para conocer un poco sobre el sólido imaginario de una de las dramaturgas peruanas contemporáneas más importantes. Hay, además, una invitación implícita para abrir las posibilidades que pueden desarrollarse frente a un tema como la(s) guerra(s) que, muchas veces, aparenta estar agotado. A lo largo de su producción, María Teresa Zúñiga se ha caracterizado por demostrar lo contrario.
Un espectáculo que trata sobre esa condición de soldado sobreviviente de la guerra y los conflictos que en él se generan es El halcón de oro (1994) dirigido por Ana Correa e interpretado por Rodolfo Rodríguez. Un gusto leerte, Erick.
Gracias por el dato, Santiago.
Gracias por leernos.
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