EPISODIO 2 – JIMENA LINDO
Escribe Eliana Fry García-Pacheco
Lo ha dicho a los medios en repetidas ocasiones: “no me gusta quedarme en la zona cómoda”. Y su discurso no queda en lo retórico. Verla sola en el escenario con dos monólogos tan complejos como potentes es verla destrozar la teoría para instalarse en la práctica, es verla apostar por un teatro arriesgado, es verla construir nuevas narrativas escénicas. Es ver a una actriz con una carrera de más de veinte años decidida a seguir investigando, a reencontrarse con su profesión. “Cada cinco años entro como en una crisis creativa que me lleva a revisarme cada cierto tiempo”, confiesa Jimena Lindo, quien este año prefirió no aceptar nuevas propuestas para hacer teatro a favor de las búsquedas personales que quiere desarrollar, ligadas a las performance y a la danza. Es Guillermo Castrillón (bailarín, que fuese uno de los miembros primordiales del emblemático grupo Íntegro) quien la acompaña, estimula y contiene en esta etapa.
ACTRIZ VS. PERFORMER
Jimena es ahora una niña. Vestida de blanco, con un lazo rojo coronándola, está hecha un ovillo al centro del escenario. La luz sobre ella. La vemos moverse levemente al inicio, pero a medida que la música se intensifica, sus movimientos también lo hacen. Su ritmo es espasmódico, cortante y visceral. Como sus primeras palabras. Su cuerpo entero intenta comunicarse. Pero el lenguaje hoy no basta, no es suficiente para expresar ni la ilusión ni la alegría ni los temores de esta pequeña vendedora de fósforos.
“Me encanta hacer teatro más formal, me encanta trabajar el texto, es parte de mi formación también, pero también lo es la danza, el teatro más expresivo, el teatro gestual y la performance”, acota la actriz, recordando qué la motivó a crear este monólogo basado en el cuento homónimo del escritor Hans Christian Andersen y que ha sido siempre su historia favorita. Mientras que “Escrito por una gallina” está basado en el cuento del argentino Julio Cortázar “Por escrito gallina una”. Como vemos, la literatura es el arte catalizador a pesar que en ambos espectáculos la palabra se deshace, perdiendo la hegemonía que tuvo en el papel.
Son los elementos los que narran la historia con ella. Casi 50 linternas sirven en “La vendedora de fósforos” de analogía para detallar los procesos de descubrimiento y rápida maduración que asume la niña. Estas fungen como una suerte de Lego con las que compone su camino y expone sus emociones. “No encontraba lo que buscaba porque no sabía lo que quería”, dice la niña mientras las prende o apaga, mientras erige torres que cambia de lugar o círculos que la protegen. Manipula la luz porque entendió que solo ella puede injerir en su destino. Por eso Jimena recurre a la repetición de movimientos y frases para enfatizar que todo puede corregirse, que los caminos pueden volver a andarse, que no hay temor en voltear hacia atrás ni en volver a comenzar.
Un andamio gigante se alza al fondo del escenario. Es la trompa de un elefante que está del otro lado del mundo y lo ha atravesado. Este símil de hacer de lo cotidiano fantasía nos recuerda también a “El principito” solo que aquí se vislumbra temor ante las nuevas formas. Pero como dice la niña: “la ternura es el ingrediente que trasnforma, que suaviza” y que nos permite seguir esta historia amarga a pesar de lúdica.
Así, vemos a la niña enfrentarlos, superar frustraciones y escalar la torre. Emprender el viaje, continuar, como cuando Alicia decide lanzarse por el túnel en su país de las maravillas. Ahora lo maravilloso es ver a Jimena la actriz, la mujer de cuarenta años, subiendo ágil esos tres metros, presenciar su transformación de niña a mujer, seducir, hacernos partícipe de su lucha, verla “respirar y descongelar el corazón para ser feliz para siempre”.
¿CÓMO SE RECUPERA UNA MUJER?
Esta es la pregunta fundacional de “Escrito por una gallina”, monólogo que cumple una década y que su vigencia resulta sorprendente y preocupante a la vez pues se exponen una serie problemáticas sobre el constructo social de la imagen femenina que nunca dejaron de estar en boga pero que hoy poseen una fuerza peculiar: el cuerpo como fetiche, la mujer como transmisor de ideales obsoletos, el matrimonio como único fin, el fenómeno de cosificación.
Sobre este punto inicia la obra. En el escenario no hay más que una mesa inmensa con dos sillas. No sabemos quiénes serán los invitados al banquete pero sí quién el plato de fondo. Completamente desnuda, Jimena está dentro de una bandeja, servida a doble nivel, ya que un cañón de luz magnifica su sombra en la pared posterior haciendo de su imagen un objeto inmenso. Al igual que en “La vendedora…”, sus primeros movimientos son extracotidianos solo que ahora destacan por lo preciso y acompasado. Su respiración es total, del diafragma a las contracciones del vientre, sin saber si explosionará o implosionará.
Fanática del expresionismo, Jimena y Guillermo optaron por esta corriente que exacerba el drama ya que «no puede soportar la realidad como es», explica ella. Por ello, a diferencia que “La vendedora…”, esta historia no posee una narración lineal sino que es más bien una muestra de estampas que intentan integrar lo femenino y lo masculino, que tratan de interpelarnos con su crudeza y rudeza. ¿Y qué vemos? ¿En qué punto olvidamos que observamos a una actriz trabajando para quedarnos solo con el cuerpo desnudo que danza frente a nosotros? Un cuerpo hermoso, sí ¿pero por ello solo debe ser objeto de deseo y admiración?
¿Cómo se recupera una mujer? “Diciendo la verdad. Cuando confía, cuando grita, cuando ríe, cuando baila”, es la respuesta de Jimena, una actriz que descubrió mientras montaba “Electra/Orestes” que podía integrar su práctica física a su quehacer en el teatro. Así lo demostró en protagónicos como los de “Casa de muñecas”, dirigido por Jorge Villanueva, o “Dueto en mí”, bajo la batuta de Edgar Saba, demostrando lo importante que es que un actor no deje nunca de pensar, revaluar y direccionar su práctica escénica.