ALBERTO ÍSOLA SOBRE SERGIO ARRAU
Escribe Alberto Ísola
No había telón. Ahora resulta más bien poco común que lo haya, pero en esa noche de invierno de 1968, resultaba extraño entrar al Teatro Segura y ver el telón alzado y una escenografía inquietante, aparentemente tosca y abandonada, llena de agujeros. Antes de la función, se escuchaban gritos y risas fuera de escena. Desde que uno entraba a la sala, se sentía transportado a otro lugar, aterrador, opresivo. Cuando empezaba la obra, nos enterábamos de que estábamos en un manicomio, el asilo de Charenton, en la París napoleónica. Pero al mismo tiempo en ese teatro en los últimos días del gobierno de Belaúnde. Durante las siguientes casi tres horas, todas nuestras nociones de lo que era cordura y lo que era enfermedad mental, lo que era real y lo que no lo era, lo que era teatro y lo que era mundo se verían violentamente cuestionadas. Diálogos deslumbrantes, apasionadas discusiones entre los inolvidables Sade de Pepe Velásquez y Marat de Ernesto Ráez, canciones entonadas por un cuarteto de clowns aterradores, secuencias mímicas interpretadas por un coro de pacientes mentales. Y uno saldría completamente distinto de como entró. Convertido en otro.
El espectáculo era, claro está, el “Marat/Sade” (reducción de un título inmenso) del autor alemán Peter Weiss, puesto en escena por Histrión – Teatro de Arte y dirigido por Sergio Arrau. Para el adolescente de quince años, sentado en la galería (su propina no le alcanzaba para pagarse una platea), vestido con saco (no se podía ir al teatro sin saco), fue una epifanía. Como para todas las mujeres y hombres de teatro de su generación. Había visto teatro, claro, cómo no, y del bueno (se hacía muy buen teatro en esos años, hay que repetirlo porque solemos ser muy desmemoriados, cuando no ingratos). Pero nada se parecía a eso. Y el alumno de cuarto de media decidió entonces que se dedicaría a eso, a crear mundos en el escenario, que reflejaran el verdadero pero que al mismo tiempo jugaran con él, lo deformaran, lo pusieran de cabeza. Y decidió entonces ser director de teatro (hasta ese momento, quería ser director de cine, como su ídolo, Federico Fellini). Y decidió que quería ser como Sergio Arrau, a quien sólo conocía por la foto del programa, un tanto severa, que le daba un aire de intelectual germano e inclemente (nada más parecido a la realidad, descubriría el aspirante a director cuando lo conociera finalmente algunos años después). Vi (ya deben haber intuido que el adolescente era yo) “Marat/Sade” una docena de veces, siempre solo. A mis compañeros de colegio no les interesaba el teatro. Pero nunca me sentí solo. Y cada vez que la veía, amaba más el teatro, amaba su capacidad de cambiar la vida de las personas, de hacerlas mejores, aunque el proceso para lograrlo a veces fuera todo menos placentero y fácil.
Ese mismo año, en la pequeña sala de la ENAE, en el Jirón Lampa (donde está todavía), donde funcionaba el Teatro Universitario de San Marcos, dirigido por otro hombre fundamental y entrañable de nuestro teatro, el Dr. Guillermo Ugarte y Chamorro (a quien luego conocí y a quien también le debo tanto), vi “La noche de los asesinos” del autor cubano José Triana, dirigido por quien ya en ese momento era mi modelo a emular: Sergio Arrau. Una nueva fulguración. Todavía recuerdo el inicio, cuando Hernán Romero entraba a esta especie de desván, acompañado de sus hermanas Elba Alcandré y Haydée Orihuela, y susurraba “un asesino”. Los extraños y crueles rituales de estos tres hermanos que ensayan, sueñan, planean el asesinato de sus padres me sacudieron de pies a cabeza. No entendía del todo lo que sucedía, y aún tendrían que pasar muchos años para que conociera el Teatro de la Crueldad de Artaud. También la vi media docena de veces. Y mi vocación no hizo más que fortalecerse. Como mi profunda admiración por Sergio Arrau. El adolescente grande y tímido hubiera querido decírselo (pedir un autógrafo parecía algo demasiado superficial y temía que el feroz señor de la foto lo echara con una carcajada mefistofélica), pero no se lo dijo hasta muchos años después, cuando ya era un director de teatro recién regresado de varios años de estudios fuera del país.
Conocí a Sergio recién entonces. Y, claro, la imagen que me había formado felizmente no resultó ser tal. Conocí a un hombre cálido, sanamente burlón, genuinamente interesado en el teatro y la vida de los demás, sabio como lo son los verdaderos sabios, sin aspavientos ni distancias. Fue entonces que me atreví a agradecerle y decirle que, si hoy era director, se lo debía en gran parte a él. Pero debo habérselo dicho como lo hacemos los tímidos, rápido y con palabras farfulladas. Él me sonrió y no me dijo mayor cosa, pero me di cuenta de que le había dado una alegría, pequeña o grande, nunca lo supe. Nos vimos bastante en todos estos años, pero ahora siento que no lo suficiente. Cosa que uno siente siempre cuando ya es un tanto tarde. Conocí también, además del extraordinario director, al gran maestro, al formador de actores y al dramaturgo original, osado, siempre varias cuadras más adelante que el resto de nosotros. Nos quedaron pendientes demasiados cafés, demasiadas charlas, querido Sergio.
En la obra en que estoy actuando en estos días, “Todos los sueños del mundo” de Mariana de Althaus, mi personaje, un maduro actor limeño, le dice a una joven actriz que le pregunta por qué sigue haciendo teatro: “Por los que nos precedieron. Porque antes de nosotros, hubo gente que hizo algo mucho más importante, levantar un teatro de la nada.” Querido Sergio, si hoy estoy aquí, sobre un escenario, hablando de ti es para testimoniar mi profunda admiración, mi inconmensurable agradecimiento, mi conmovido homenaje a tu extraordinaria vida en el teatro y a la enorme e indeleble huella que dejaste en generaciones de teatristas peruanos. Gracias, maestro. Y un abrazo eterno.
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Crédito foto: Inés Menacho / Archivo El Comercio
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