MENTIRA LA VERDAD

En "Recordar 30 años para vivir 65 minutos", Marina Otero se desnuda literal y metafóricamente. La creadora argentina, que transita entre la performance, el teatro testimonial y la autoficción, que con micrófono en mano irrumpe con su discurso desde la audiencia, que ya no puede bailar las coreografías que diseñó para su propio unipersonal debido a las lesiones sufridas por la fuerza violenta con que durante años las ejecutó, llegó a nuestro país gracias a la edición 2020 del Festival de Artes Escénicas de Lima.

MENTIRA LA VERDAD

Escribe Sebastián Eddowes

Empieza la obra. En un video, un grupo de chicos. Una fiesta. Un primer plano de una niña. La imagen se pausa y una luz alumbra a Marina Otero, quien está sentada entre el público. Dice que ella es la niña de la imagen. Que hace años sufría de una forma leve de epilepsia que le hacía tener episodios de ausencia.

Asumimos que dice la verdad. ¿Por qué no? La niña de la imagen y la mujer que nos confronta son la misma persona. Entendemos la verdad como adecuación: lo dicho y lo mostrado representan con exactitud una realidad fuera del teatro. Esto podría ser cierto. Pero, ¿y si no?

 

SIGLOCUATRO A.C. — LEJOS, LEJOS DE CASA

Marina Otero entre Sebastián Rubio y Gabriel González, actores peruanos que, aunque estuvieron como público, se animaron a subir a escena como voluntarios para ayudarla con algunas escenas; por eso los polos.

Hace un huevo de tiempo, en “La república”, Platón diseñó una sociedad ideal en la que botó a patadas a los artistas. Nos acusó de mentirosos, argumentando que existe una realidad exterior que el arte reproduce. Si esto es así, el arte imita con exactitud lo que está fuera de él y, por tanto, es innecesario; o, por el contrario, no lo hace y, entonces, produce mentiras. Entonces, hay que exiliarnos porque o somos inútiles o somos falsos. ¿Tal vez ambos?

Si pensamos el arte como imitación, sería una creación que reproduce o representa un original. Esto es imposible: toda narrativa, toda imagen, todo acto de escritura produce una realidad, construye un universo, no representa ni reproduce otro. Y se divorcia, por tanto, del mundo de la escena que está afuera. Platón se reiría, me sacaría la lengua y me diría que soy un huevón porque acabo de condenar nuestra chamba a ser inútil. En el plano del discurso podemos estar de acuerdo con esto, pero igual vamos al teatro o al cine y decimos: “la reforma agraria no fue así” o “los homosexuales no somos como nos han representado” o “qué manera tan lúcida de mostrar Perú; así somos, pues”. Pensamos que el arte imita. Pero quizá esta imitación es imposible. Quizá es cierto y cobramos por mentir.

Pienso en “Tebas land” de Sergio Blanco. Al inicio de esta obra, un hombre nos cuenta cosas que pasaron “cuando él escribía la obra y le pasó materiales al director”. Pero afuera hemos visto un póster enorme que dice “escrita y dirigida por Sergio Blanco”. Nos está mintiendo. Hemos pagado para que nos mienta. Y más conchudo fue en el inicio de “La ira de Narciso”: “Yo no soy Sergio Blanco. Yo soy Gabriel Calderón. Pero les voy a pedir que se imaginen que soy Sergio Blanco.” El suyo es uno de esos teatros que no disimula sus costuras. Marina Otero, por su parte, usa un procedimiento similar pero distinto. Primero habla, por ejemplo, de su vida sexual. Se detiene y se pregunta si esto es interesante. Luego nos dice que quizás se está inventando todo. “¡Mierda!”, se dice uno mismo.

 

DOSMILVEINTE — CORREMOS CALATES POR CAMINO REAL

Cuerpo que domina la palabra. Palabra que se desborda de su contenedor.

Así, en “Recordar 30 años para vivir 65 minutos” escuchamos una historia que se ha presentado como real, usando los mecanismos del teatro testimonial. Pero Marina —como Sergio— nos sugiere que está mintiendo. Quizá y no lo hace, pero ya nos hizo dudar y no nos creemos un carajo de lo que dice. Es entonces que ella reclama que a su obra le falta rocanrol. Suena AC/DC, se saca el polo y queda en tetas mientras su camarógrafo la filma y proyecta en vivo lo que sucede. Marina se acerca demasiado a un público que parece tenerle miedo. Luego sale corriendo de la sala. Hay que destrozar la ficción. El camarógrafo la sigue y la vemos bajar las escaleras del centro cultural PUCP, ubicado en el corazón de San Isidro, uno de los distritos más opulentos de Lima. Mientras que nosotres, desde la sala, vemos a dos vigilantes que no entienden nada. El teatro ya no alcanza. Marina se para, semidesnuda, en la mitad de la avenida Camino Real.

Ahora la obra pierde cualquier valor referencial. Ya no hay relación mimética. El cuerpo de Marina se vuelve acto. Hay que rehacer la obra todas las funciones para responder a lo que tienes en frente, responder a las caras de odio o de fascinación o de deseo de un público que disfruta juzgando. Ya no vale lo que está afuera y todo se restringe a ese contacto furioso entre una performer y una audiencia que no puede esconderse en el apagón, un recurso de impunidad para sentirse superior a los actores. Marina usa su vida para estar frente a nosotres. Pero la memoria no es una biblioteca donde la vida se destila en palabras que se almacenan puritas en el alma. Es, más bien, un flujo que se nos derrama adentro y que tratamos de contener en discursos que tienen que rehacerse todos los días.

Nuestros tiempos dan miedo: la posverdad es posible porque la verdad no es fácil. Quizá, recordando a nuestro amigo Foucault, es el discurso del poder, la palabra que domina, y no la expresión de lo real. Pero, a la vez, el cuerpo está tan presente que lo verdadero está en el encuentro, no en una palabra movediza que no puede instalarse con seguridad en ningún lado. Quizá el problema está en la manera que hemos heredado de concebir lo verdadero. Y quizá toca reformular lo que entendemos por verdad, que no pase por la relación entre discurso y referente, entre significado y significante, sino por producción de sentido. De construcción. Y de un análisis que reflexione sobre los objetivos del discurso, el lugar desde donde se enuncian, los procesos que ha vivido la comunidad que lo enuncia, con qué público quiere conversar, a quién se está enfrentando. La aprobación de quién está buscando.

El problema aquí es evidente porque la obra se inserta dentro del género testimonial, una técnica que plantea la representación de un proceso colectivo o de una vida desde el discurso del yo. Al testimoniante le creemos: dicen los cuerpos en escena que no mienten. Pero ¿cómo probarlo? Peor aún, quizá no mienten, pero su visión es parcial. Recuerdo espectáculos en donde quienes testimonian hablan como si su voz representara una comunidad entera, como si fuesen portavoces de la verdad, pero mirando desde fuera se puede detectar un límite, un posicionamiento que no parece reconocerse. Marina hace obvias estas fracturas. Las historias son discursos de poder: nuestro trabajo como espectadores es diseccionarlos.

 

EL RECUERDO ES UN MECANISMO DE PURGACIÓN

La obra es una constante pulsión entre ficción y realidad.

Esta estrategia cuenta la historia de cómo la obra se hizo a sí misma. Pero si la obra es también un autorretrato, también es un proceso de ingeniería del yo. El yo es una producción, no un hecho dado, y “Recordar 30 años para vivir 65 minutos” también es la generación (en escena y todos los días) de la imagen de Marina. Por eso es tan potente la escena en donde decide destruirse, ejecutando una coreografía tan violenta que se golpea contra el suelo varias veces. Pero ya no la puede hacer. Ha estado en un proceso médico intenso y ya no puede bailar. Cuando la vi en 2017, esa misma secuencia era salvaje. Hoy la proyecta y un danzante baila por ella. Ya logró quebrarse.

Lo interesante es que esta ceremonia de purgación no es representada: es ejecutada. Sucede cada función por primera vez. Dirán que el teatro es siempre así, pero no siempre lo es. Este es, además, uno que rompe con su referente, con la verdad y con la representación para volverse acto puro. “De repente me gustan tanto las tragedias que me las invento”, me revela en una conversación. Tanto sus mecanismos dramáticos como su ejecución despojan el espectáculo de todo lo que se interpone entre la audiencia y ella. Solo queda esa mirada fija en el espacio teatral, mirada que contiene la vida entera de la performer, escrutada por un ojo colectivo. Ella se hace cargo de esa mirada y vuelve al aquí y ahora. Así, la obra es convierte en un acto de purgación compartida. El final no puede ser más preciso: nos cuenta que hizo una obra sobre lo rara que es porque nadie la llamaba. Terminó con cientos de likes en Instagram, yendo a festivales, mudándose a un barrio más ficho. Su acto de individualidad plena se transformó en un acto de pertenencia. Y le gustó. Habrá quienes lo pensarán un despropósito. Otres salimos del teatro con una sonrisa y sabiéndonos transformades a algo más bonito.

Esa noche sentí que había visto la mejor obra del mundo. Mis amigues dicen que digo eso cada dos semanas. Y yo respondo lo de siempre, que sí, que todas son la mejor obra del mundo. ¿Por qué solo una podría recibir esa calificación?

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